Disparen sobre el pianista

Le quiero recordar como Charlie, absorbido por aquel momento de la eterna danza del tiempo

Pedro García Cuartango

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París era una fiesta cuando éramos muy jóvenes y escuchábamos a Aznavour en un café de la rue du Vieux Colombier. Días en la biblioteca de Vincennes, noches de calvados y de euforia. Siempre sus canciones, pero, sobre todo, nuestro himno: Viens au creux de mon épaule . Ven a llorar a mis espaldas, te lo ruego. Perdóname en lo más profundo de tu corazón y ven a llorar. Siempre nos quedaba esa canción en aquellas noches en que las estatuas heladas de la fuente de Saint-Sulpice eran mudos testigos de amores imposibles.

Aznavour estaba siempre cerca de nosotros. Tal vez porque huíamos como Charlie, el pianista de aquella película de Truffaut que intenta salvar a su hermano de una banda de gánsteres y emprende una loca escapada sin esperanza ni destino.

Quizás las sillas de los jardines de Luxemburgo guarden en su memoria los ecos de los pasos desvanecidos en tardes de invierno donde peregrinábamos para leer los tristes versos de Verlaine bajo una mirada adusta que brotaba de un bloque de piedra.

O tal vez aquella adivina polaca que pasaba las horas echando las cartas pudiera salir de su tumba en el cementerio de Montparnasse para evocar el momento en que nos detuvo en un puente del Sena para predecirnos un futuro que no conocía. No. Nadie sabía nada. Sólo teníamos las orillas del Sena, las calles del Barrio Latino, el camembert, el Beaujolais y un poco de amor. Demasiado poco para sobrevivir.

Pero estaba Aznavour. Siempre lo ha estado. Estaba en las hojas muertas del bosque de Vincennes que hacían un extraño ruido al crujir mientras desafiábamos el frío y la lluvia con Liberation bajo el brazo. Y estaba en aquel cuadro de Monet que tanto nos gustaba en el que dos damas con sombrilla se asoman a un acantilado azul.

Y siempre estará porque, aunque ya no quede nada, aunque el pasado se haya difuminado entre las sombras, las canciones del pequeño armenio siguen con nosotros. Son huéspedes del jardín de la imaginación, escondidos entre arbustos, graves e invisibles, en el lugar donde el fin comienza en el principio y el principio es ya el fin.

Nada importaba entonces, lejos del mundo, anhelantes y sumisos. Sólo el presente y aquella música de Aznavour que nos hacía sentirnos tristes y alegres, con la absoluta certeza de un final sin esperanza. Pero París estaba allí, fuera del espacio y del tiempo, perfecto refugio de los náufragos y de las almas perdidas.

Tiempo de nacer, de morir, de olvidar, tiempo de unos y de otros, como recitaba aquel hombre que tuvo la suerte de escribir canciones para Edith Piaff y Juliette Greco, de caminar por el Montmartre de las películas de Marcel Carné y de emborracharse con Albert Camus en Les Deux Magots.

Hay una escena en Disparen sobre el pianista en la que Aznavour toca en un bar mientras los demás bailan felices. Así le quiero recordar, como Charlie sonriendo con un cigarrillo en la boca, absorbido por aquel momento de la eterna danza del tiempo.

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