Luis Ventoso
La diferencia
En las situaciones más extremas hay gestos personales que lo cambian todo
La «Tregua del Fútbol», el partido más hermoso de la historia. Qué memorable cuento de Navidad. Lo evocaba esta semana Luis del Val, con esa prosa rica ya en vías de extinción y el saber que solo proporciona la experiencia cultivada. Escribió sobre ello en una Tercera de ABC, la página de más caché de nuestra prensa, cuando se cumplen 101 años de los hechos.
Ocurrió en la I Guerra Mundial, una imperdonable carnicería entre imperios decadentes, en la que fueron sacrificados diez millones de jóvenes de setenta países. Fue en la aldea de St. Yves, en Bélgica, punto anónimo de un frente estancado de 680 kilómetros. Barrizales helados en un invierno de los de antes. En la tarde de Nochebuena, un bisoño teniente alemán anota algo anómalo en su diario: «Las armas han callado y se escuchan villancicos». Cuando a la mañana se asoma para observar el frente desde la trinchera, la estampa es inverosímil, directamente imposible: los soldados alemanes y los británicos han salido al lodazal helado de la tierra de nadie y están charlando y haciendo trueque. Intercambian tabaco, alcohol, comida. Los ingleses codician los cigarrillos alemanes; los germanos suspiran por las raciones de ternera británicas. La tregua permitió también la retirada de los cadáveres, que se pudrían desde hacía semanas bajo una tormenta de obuses y balas.
Cuenta la leyenda que en un momento dado un soldado escocés sacó un balón medio desinflado, que le había llegado en el correo navideño. Los chavales británicos y alemanes se pusieron a jugar un partido. Fue en realidad una pachanguita, pero la historia se ha ido embelleciendo y monumentos, documentales y libros recuerdan todavía hoy la Tregua del Fútbol. Aquel soldado anónimo de la pelota y el primero que salió de su trinchera con una bandera blanca marcaron la diferencia, abrieron un paréntesis de humanidad en la misma boca del infierno.
Fotografías pioneras ofrecieron el testimonio de todo aquello. El mando británico, indignado, tomó represalias por confraternizar así con el enemigo y pasó a tipificarlo como delito de traición. La bondad duró un suspiro. Pero existió.
Eduardo Molano, el corresponsal de ABC en África Occidental, relató esta semana otra historia de héroes anónimos, de ahora mismo y todavía más conmovedora. Una milicia yihadista interceptó un autobús de línea al noreste de Kenia. Obligaron a los pasajeros a bajarse y exigieron a los musulmanes que se echasen a un lado para asesinar a los cristianos. Pero alguien, no sabemos quién, tuvo el gesto de pronunciar el primer «no», de plantarse. Su iniciativa convirtió lo que iba a ser una carnicería en un milagro: todos los viajeros musulmanes decidieron hacer de escudos humanos de los cristianos, se negaron a moverse y los salvaron ofreciendo sus vidas. Busquen a esa gente. Entréguenles el Nobel de La Paz de Obama.
Siempre es posible mejorar las cosas, hacer algo. El ser humano es capaz de lo peor, pero también de lo mejor. Incluso en la misma vida.