Editorial
Descontrol y engaño con la inmigración
La llegada incontrolada de un centenar de inmigrantes a Granada, procedentes todos ellos de Canarias, ha desvelado en las últimas horas lo que parece ser una práctica habitual y secreta del Gobierno
La llegada incontrolada de un centenar de inmigrantes a Granada, procedentes todos ellos de Canarias, ha desvelado en las últimas horas lo que parece ser una práctica habitual y secreta del Gobierno para aliviar las instalaciones de las islas donde permanecían hacinados. Esta decisión, cuya autoría no asume nadie en el Gobierno por el momento -ni el Ministerio del Interior ni el de Seguridad Social y Migraciones-, no afecta solo a Granada, sino que se ha extendido por más ciudades andaluzas, y probablemente por otras hacia el norte de la península. Lo grave no es la decisión en sí porque la situación humanitaria en Canarias se había convertido en insostenible y ya no había margen para no actuar. Lo grave es la absoluta opacidad de un proceso que no solo supone una deslealtad del Ejecutivo con las autonomías y los Ayuntamientos afectados, sino que además incumple las normas más básicas de seguridad migratoria, las garantías sanitarias elementales en plena pandemia, y la exigencia de transparencia con las administraciones que deben asumir el control sobre estas personas.
No es de recibo que en España, un país desarrollado y con normativa homologable al resto de Europa en materia de derechos fundamentales, un número indeterminado de inmigrantes puedan subir a un avión en Canarias, aterrizar en cualquier ciudad, y que nadie –ni Policía, ni Cruz Roja, ni las delegaciones y subdelegaciones del Gobierno- sepan cómo ni por qué. Ni qué Ministerio ha tomado esa determinación, y en virtud de qué criterios. Nadie los recibe en los aeropuertos, nadie los acoge, nadie certifica si disponen de documentación en regla más allá de un billete de vuelo, nadie conoce si se les han realizado las preceptivas pruebas diagnósticas de Covid-19… Simplemente se les da una total libertad de movimientos en ciudades, por otra parte muy castigadas por la pandemia, y sometidas a severas restricciones de movilidad y a una incómoda limitación de libertades públicas. Resulta escandaloso, y una chapuza política, que la única medida del Gobierno para descongestionar puertos como el de Arguineguín, en Las Palmas, sea organizar vuelos a escondidas para dispersar a los inmigrantes sin la más mínima supervisión por parte de ninguna autoridad.
La indignación de la Junta de Andalucía, y del alcalde de Granada en particular, es comprensible. Y no por falta de humanidad, sino por el ninguneo sistemático al que son sometidos por parte del Gobierno. Argumentar, como insinúa Moncloa, que se trata de ciudadanos con libre disposición de movimientos por cualquier región de España es una ofensa al sentido común y un desprecio temerario a la legalidad limítrofe con la prevaricación. Primero, porque en la inmensa mayoría de los casos carecen de documentación que avale la legalidad de su presencia en España. Segundo, porque si son colectivos vulnerables o requieren de la especial protección que prevén nuestras leyes, no tiene sentido ninguno que el Gobierno actúe de forma tan cínica y oscura. Tercero, porque es injusto alegar, ante una ciudadanía siempre solidaria, que si se hiciera pública esta estrategia aumentaría la xenofobia en España. Y cuarto, porque más allá de que no seamos un país racista, el Gobierno fomenta un «efecto llamada» innegable. No son «reubicaciones puntuales». Si lo fueran, se sabría dónde están «reubicados», y ese extremo se desconoce.
El mensaje que se transmite es peligroso en la medida en que los inmigrantes y las mafias que los transportan saben que sorteando una durísima travesía en altamar, España es después el paraíso del caos administrativo y la solución idónea para su diversificación por toda la península hacia Europa. Las mentiras del Gobierno son, en definitiva, su salvoconducto hacia la supervivencia.