(Des)control nuclear
«La retirada de Washington contribuye a incrementar en unos peligrosos grados la incertidumbre sobre el complejo mundo de los arreglos en materia de armamento nuclear»

La existencia del arma atómica ha venido condicionando las relaciones internacionales desde que en 1945 los Estados Unidos hicieron explotar sus primeras muestras sobre Hiroshima y Nagasaki. Con la generalización de su propiedad, cualquier confrontación bélica generalizada posterior podría conducir a la eliminación de la ... humanidad, idea contenida en la noción de la «destrucción mutua asegurada», que bajo las siglas inglesas correspondientes -«mutual assured destruction»- reflejaba la literalidad de la expresión y su significado alternativo: MAD, loco, locura.
Pero al mismo tiempo, la brutal constatación tuvo un beneficioso efecto durante la Guerra Fría: las dos grandes potencias mundiales, la URSS y los Estados Unidos, se vieron forzados a practicar el arte de la contención. La crisis de los misiles en Cuba en 1962 enseñó a lo que podrían conducir los riesgos irreparables de los errores de cálculo, y ambas superpotencias profundizaron en el camino de la reducción de armas nucleares y el control de sus sistemas de lanzamiento. Para una confrontación bélica de tipo nuclear, no hacían falta tantas bombas cuando con unas pocas bastaría para borrar todo de la faz de la tierra. Y en esa perspectiva convendría, de mutuo acuerdo, no aumentar los niveles de las defensas propias para saber que llegado el peor de los supuestos todos en ambos bandos perecerían. E incluso, cuando la ingeniería nuclear avanzó en la reducción del tamaño de los ingenios que permitirían su utilización en escenarios próximos y no necesariamente transcontinentales -las llamadas «armas de teatro»- se llegó a la conclusión que sería mejor su desaparición, para evitar que alguien tuviera la tentación de utilizarlas. Porque entre las bombas atómicas cabría distinguir entre las estratégicas -de largo alcance y brutal capacidad destructora- y las tácticas -de menos alcance espacial y mortífero-.
Ese es el rosario de acuerdos entre soviéticos y americanos sobre control de las armas nucleares que había comenzado en 1972 con el tratado ABM para la limitación de los lugares de lanzamiento de ingenios nucleares; que en 1972 y 1979 había producido los acuerdos SALT I y II sobre reducción de los vectores de lanzamiento y en 1991 y en 1998 los llamados START I y II sobre reducción de ingenios nucleares; y que en 1987 había llevado a la firma del INF, el «Intermediate Range Nuclear Forces Treaty», con el fin de proceder a la destrucción de los sistemas de lanzamiento de corto y medio alcance, entre los 500 y los 5.500 kilómetros. Eran los misiles que los soviéticos habían desplegado en las fronteras occidentales del Pacto de Varsovia y que los americanos desplegaron en diversos países europeos occidentales miembros de la OTAN. Es este INF del que la administración Trump ha anunciado su retirada.
Ya bajo la administración Obama se había acusado a los rusos de incumplir el acuerdo al desarrollar un misil de alcance medio que recibe el nombre 9M729. Las evasivas rusas valen lo que la palabra bajo Putin: la evidencia del incumplimiento, que también había hecho pública la OTAN, es notoria. Pero ahora Washington ha tomado la decisión de retirarse del compromiso. Cabe argumentar que los rusos lo estaban violando y que la continuación del sistema no arreglaba su incumplimiento. Cabe también argumentar que, con la retirada de una de las dos partes, los violadores rusos ya no tienen ningún impedimento para continuar con su proceso de rearme en el sector de los misiles de alcance medio. La OTAN ha apoyado la decisión americana, aunque subrayando de nuevo la necesidad de volver al acuerdo originario. Pero evidentemente la retirada de Washington contribuye a incrementar en unos peligrosos grados la incertidumbre sobre el complejo mundo de los arreglos en materia de armamento nuclear.
No es nueva la tentación de la administración Trump de abandonar compromisos internacionales. Lo ha hecho con el acuerdo nuclear con Irán, con el de París sobre cambio climático, con la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, con la Unesco y con determinados aspectos del Convenio de Viena sobre Relaciones Diplomáticas. No hace falta recordar sus reticencias sobre Nafta, la OMC o incluso sobre la OTAN y la UE. Es tanto el resultado de una convicción contraria a las obligaciones internacionales como manifestación del genio rápido e impulsivo que caracteriza las acciones del mandatario. No parece que ni la una ni la otra contribuyan a mejorar la estabilidad universal.
Javier Rupérez es Académico correspondiente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas
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