Depredadores sueltos

La prisión permanente desaparecerá del Código porque ofende la buena conciencia de los diputados «progres»

Isabel San Sebastián

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El asesino de Diana Quer no se enfrentará finalmente a la prisión permanente revisable. Ni siquiera en el supuesto poco probable de que la autopsia realizada a su cuerpo llegara a probar que, antes de arrojarla a un pozo, José Enrique Abuín abusó sexualmente de ella. Tampoco el verdugo de los guardias civiles Víctor Romero y Jesús Caballero, abatidos a sangre fría hace unos días junto al ganadero José Luis Iranzo, cumplirá cadena perpetua. Esa pena, introducida en el Código Penal por el PP en 2015, desaparecerá el mes que viene de nuestra legislación porque ofende la sensibilidad de la mayoría de los diputados que nos representan. No de la sociedad, ojo. Si se pregunta a los españoles, sesenta siete de cada cien se muestran favorables a ese castigo, por solo dieciocho que lo rechazan. Pero se ve que sus señorías tienen la piel más fina. A ellos les repugna ver a un depredador encerrado de por vida, aun sabiendo que constituye un riesgo mortal cierto para cualquier presa potencial susceptible de encontrarse con él. Ellos manifiestan más empatía con los criminales que con sus víctimas. Ellos y sus «garantías» siempre a favor de parte; la del delincuente.

Fue el PNV, cómo no, el que presentó en el arranque de esta legislatura una proposición de ley destinada a derogar esa medida punitiva prevista para castigar delitos de extrema gravedad y prevenir la puesta en libertad de individuos particularmente peligrosos. Es de suponer que estarían pensando en los «sacudidores de árboles» que tantas nueces les proporcionaron en un pasado reciente. En apoyo entusiasta de esa derogación acudió de inmediato toda la izquierda en bloque, desde el PSOE a Bildu, pasando por Ezquerra Republicana y Podemos, en consonancia con su peculiar sentido del «progresismo» y la justicia. Y a esa mayoría se sumó también Ciudadanos, con una abstención que en la práctica constituye un valioso aval a una decisión contraria al sentir de la ciudadanía. Una abstención pusilánime o directamente cobarde, porque o se está a favor o se está en contra de la reclusión a perpetuidad, pero no es ésta una cuestión que deje indiferente a nadie. Un ponerse de perfil altamente decepcionante.

La prisión permanente es uno de esos tabús insertos en lo más hondo de los complejos que lastran nuestro disfrute de la democracia. Un muro de buena conciencia «progre» infranqueable a la razón y a la lógica. La Constitución garantiza el derecho de todo delincuente a la reinserción, lo que obliga al legislador a brindarle una oportunidad. De ahí el carácter «revisable» de dicha pena, que en otros países con acreditado pedigrí democrático se aplica sin cortapisas hasta las últimas consecuencias, entre otros motivos porque la experiencia y también la ciencia demuestran que ciertos criminales no se rehabilitan en prisión ni en consecuencia pueden ser reinsertados en la sociedad a la que amenazan. ¿Por qué anteponer su libertad a nuestra seguridad? ¿Por qué renunciar al único mecanismo capaz de prevenir que vuelvan a las andadas?

Los monstruos como Abuín, en definición de su propia madre, no pueden andar por la calle en busca de chicas indefensas en las que saciar sus apetitos infames. Las bestias como Feher han de permanecer encerradas a fin de evitar que ataquen. Es de cajón. De sentido común. Algo de lo que anda escasa la mayoría de nuestros representantes, más atentos a sus prejuicios que a la opinión de los expertos o a la de los ciudadanos. Eliminarán la prisión permanente del Código, abrirán la puerta a esos depredadores natos y podrán dormir a pierna suelta. Nosotros no.

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