David Gistau
Chusmear
Estas campañas de difamación pretenden horadar la imagen de algunos candidatos adjudicándoles intenciones que no tienen
Las especulaciones acerca de las alianzas poselectorales me permiten rescatar uno de mis neologismos porteños favoritos: el verbo chusmear. Se refiere al cotilleo, al tráfico de chismes y confidencias acerca de adulterios y otras modalidades de sexo clandestino. A los que chusmean siempre los supongo haciéndolo en susurros, y encomendándose, en cuanto a la legitimidad de la fuente, a un primo segundo de la novia del farmacéutico de mi barrio -lo que en política se dice «el entorno» o «fuentes próximas»- que vio a tal y a cual mientras entraban en un motel de carretera con la lujuria impresa en sus rostros.
En esta campaña, el chusmeo tiene más importancia que en cualquier otra porque son muchos los actores con aspiraciones y además ninguno logrará nada sin consumar coyunda con otro. A veces, da la impresión de que la composición del próximo Gobierno debería decidirse como se hacía el reparto de besos en los guateques nuestros de la adolescencia: jugando a la botella. Pero ocurre, por culpa del chusmeo, que hay en marcha varias campañas simultáneas de difamación y por ello ésta es una época especialmente difícil para el periodista que debe diagnosticar la veracidad de una noticia antes de soltarla. Para el periodista honesto, digo, no para el instrumental: ése es cómplice de la difamación y mejor para él, porque no tiene que estrujarse los sesos para preguntarse si está trucada la mercancía que le llega.
Estas campañas de difamación en curso pretenden horadar la imagen de algunos candidatos adjudicándoles intenciones que no tienen. Lo de la Menina es una, la que sufre el PP, que por otra parte es el autor de la otra, la que intenta propagar el rumor de que Rivera, de tan promiscuo que es, ha sido visto entrando en el motel con medio arco parlamentario, compañías dudosas algunas de ellas. El PP está atemorizado por la invasión de su propio hábitat por parte de Ciudadanos, lo cual ha sido posible por el cambio de adhesión de muchos votantes del PP abrumados por la corrupción y por la rendición de algunos principios. Puede operar también, en esa porción sociológica, la sensación de que votar a Rivera es purificarse uno de las podredumbres y las fatigas de la derecha: entrar incluso en el siglo XXI sin por ello demoler los cimientos del ciclo democrático ni alterar el relato fundacional colectivo como piden las alternativas que fueron revolucionarias hasta hace diez minutos. En ese sentido, y agréguese el de la fotogenia, Rivera es un candidato vigoroso, porque hasta ofrece la expiación del sentido de culpa y la vergüenza que el votante de la derecha pueda tener por haber contribuido a colocar ladrones allí donde rapiñaron. Para desmontar esa figura, el PP necesita convencer a sus descarriados de que Rivera no traiciona principios porque no los tiene y que está deseando permitir el acceso intramuros de todas las alimañas de extrema izquierda en las que necesita apoyarse para gobernar a toda costa. Ay, el chusmeo.