Cena con los Johnson
El jaleo del Brexit distade estar resuelto con el supuesto acuerdo de ayer

Stanley Johnson tiene 78 años y normalmente una amplia sonrisa en la cara. Es uno de esos ingleses de buena cuna y carácter pintoresco, con los que cualquiera disfrutaría de una tarde de pintas y cháchara en un pub de solera. Estudiando en Oxford se ... subió a su moto y se marcó entera la ruta de Marco Polo. El polifacético Stanley fue diputado conservador y alto empleado del Banco Mundial y la UE. Más tarde se volvió ecologista, poeta, novelista y articulista (últimamente derrapa un poco y participa en esos concursos de famosos en situaciones chungas). Desoyendo al doctor Johnson, el sabio del XVIII que advertía que «casarse por segunda vez supone el triunfo de la esperanza sobre la experiencia», Stanley ha repetido y tiene seis hijos. En su primer matrimonio llegaron cuatro vástagos, de los que tres son populares: los políticos Boris y Jo y la periodista Rachel. Stanley es un bondadoso excéntrico. Su hijo Boris Johnson ha contado que era típico que en la cena de Nochebuena se presentase en casa con alguna persona solitaria que se había topado por la calle y le había inspirado compasión.
Cenar hoy en casa de los Johnson debe ser como hacerlo en el gallinero de las familias catalanas rotas por el «procés». El viejo Stanley es un ardiente europeísta. Por el contrario, su hijo Boris fue el mascarón del Leave, el que encandiló a los británicos con sus soflamas nacionalistas y sus boutades de estrella de rock. El otro hermano metido en política, Jo, es también conservador, pero ha salido al padre y defiende la permanencia en la UE. La guerra de los Johnson resume bien el Brexit, pues en buena medida todo se reduce a una gresca interna del partido tory. Boris dimitió como ministro de Exteriores dando un portazo en julio, porque no le convencía el acuerdo de salida de May, que le parecía entreguista. Jo Johnson acaba de renunciar como secretario de Estado de Transportes por la misma razón, pero desde el ángulo contrario: el plan de May le parece insuficiente y aboga por un segundo referéndum que permita a los británicos enmendar su tiro en el pie.
Tras 18 meses de negociación a cara de perro, anoche se anunció que la UE y el Reino Unido han alcanzado un principio de acuerdo para el Brexit. La libra subió como el champán, porque los mercados sabían que romper a la brava con la UE, su mayor mercado, era un suicidio a cámara lenta para la economía británica. May, que hizo campaña a favor de la permanencia y luego adoptó un rictus brexitero para calmar a su bancada eurófoba, ha buscado el acuerdo lógico, el que dé el mayor acceso posible al mercado único y les garantice en cierta forma disfrutar de la unión aduanera. Es decir, seguir en la UE pero sin que lo parezca y escaqueándose de la hucha común. Pero su maniobra, meritoria por difícil, dista de haber triunfado. Jo Johnson cree que para esto mejor habría sido quedarse en la UE. Su hermano Boris rechaza el acuerdo voceando que deja al Reino Unido como «un Estado vasallo». El psicodrama de los tories va continuar jugando con el destino de un país que simplemente se creyó más de lo que hoy es y votó mal.
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