Ignacio Camacho
El cazatendencias del futuro
Toffler no era un gurú esotérico, sino un científico social capaz de crear un honesto relato intelectual del progreso
Para escribir con éxito del futuro conviene imaginarlo con tintes de distopía apocalíptica o esotérica, la clase de horizontes inquietantes que atraen a las masas porque excitan el natural resorte psicológico del miedo al porvenir. La prospectiva científica o sociológica tiene menos impacto, por aburrida, y se suele quedar en el ámbito académico; en esa trastienda del conocimiento, alejada del espectáculo, que es donde la posmodernidad almacena los secretos que desprecia. El futurismo convencional es fantasía, no estudio; imaginación, no reflexión; ficción, no ciencia.
Por eso la figura de Alvin Toffler, fallecido el lunes, representa una rara excepción a la banalidad contemporánea: un tipo que fue capaz de vender millones de libros hablando del futuro sin decir tonterías ni especular con la superchería intelectual del cataclismo autodestructivo de la especie. Un ensayista fascinante cuya virtud no fue la predictiva –aunque se le haya presentado como un visionario de la sociedad de la información–, sino la analítica. Un gurú cuyo prestigio se basaba en la lucidez con que proyectaba los datos del presente para detectar tendencias, no fenómenos. Por eso acertó tanto, aunque nunca ejerciese de profeta porque más que el arcano de la posteridad le interesaban las consecuencias de la actualidad. Sus teorías son hipótesis colegidas de la investigación y destiladas con el espíritu minucioso de un científico social; un hombre que piensa por delante de la mayoría y se preocupa de encender luces largas para iluminar los espacios que desdeñan una política y una economía demasiado enfrascadas en los resultados inmediatos.
Toffler vaticinó los cambios de la sociedad del conocimiento basándose en la observación de las pautas de la última era industrial. Su acierto fue la construcción de un relato coherente –el de las olas dominantes en cada etapa del desarrollo—que englobaba conceptos económicos, historicistas, de psicología social y hasta de biología evolutiva. Creó una nomenclatura de la modernidad que señalaba los avances, problemas y conflictos mundiales con atractivas etiquetas lingüísticas bajo las que desarrollaba conceptos de gran consenso ideológico. Discurría sobre los procesos de producción, sobre la gestión del tiempo, sobre la relación de la nueva espiritualidad mística con los progresos de la ciencia, sobre la corrupción como agente subversivo del progreso. En realidad fue un consultor, un cazatendencias de gran escala, un mentor global con enorme intuición para el tratamiento de los datos. Y también, a pesar de algún pronóstico objetivamente sombrío, un optimista moderado que nunca dejó de proclamar su fe de hallarnos en el mejor momento de la Historia. Pero su gran herencia de influencer consistió en su método de honestidad intelectual: en el raro ejercicio de respetar el orden del pensamiento que antepone las preguntas a las respuestas.