Gabriel Albiac
Caudillo
Las palabras construyen realidad. No hay otra clave de la política moderna: manda aquel que consigue, desde el vértice del Estado, imponer sus usos de lenguaje como irrebasables; aquel que, en esa imposición, pone fuera de sentido las palabras -el pensamiento, pues- de cualquier otro y, con ello, deja fuera de juego a todos sus adversarios: locos o delincuentes. Es éste el axioma fundante de los grandes totalitarismos europeos de entreguerras: quien no dice lo que el sentido impuesto dice está ya moralmente muerto; su completa evacuación es nada más que un epílogo higiénico.
Policía política más imagen. Lo demás no importa. Bienvenido, caudillo
El error crítico, del cual arranca el impulso de Podemos, fue el de aceptar como evidente su autodefinición: «populismo de izquierdas», en repetida fórmula que Iglesias recuperaba del peronista Laclau. A los más viejos, lo de llamar «izquierda» al peronismo, esa variedad específicamente latinoamericana del fascismo, nos daba risa. Pero es que los más viejos habíamos visto lo que la alianza de Perón y su señora con el general Franco daba de sí: un circo sangriento y envuelto en tules. En nuestra hilaridad, olvidamos lo importante: que, entre los años veinte y treinta, los fascismos estallaron en Europa como enormes movimientos de masas. Y que las condiciones de ese estallido fueron casi idénticas a las de nuestra última década: la crisis de 1929 entonces, la de 2008 ahora. La retórica populista es un polo de atracción poderoso para los desahuciados.
¿Qué queda si uno pone entre paréntesis el retórico «de izquierdas», adherido a «populismo», en las prácticas políticas de Podemos? Queda la blindada centralización decisoria. No ya en una dirección política con modos de secta. En una sola persona, a cuya imagen y virtudes se identifica la fidelidad del proyecto. Así se hizo con un Mussolini trocado en arquetipo. Así, con un Hitler mitificado por radio y cine. Así fue con Perón y, por delegación, con sus cómicos sucesores. Así lo blindó en amalgama político-militar Hugo Chávez, bajo la inspiración de Castro. En español tiene un nombre: «caudillo». Haber sufrido esa jerga durante cuarenta años vacunó a mi generación frente a tales horteradas. Pero la frustración es hoy más fuerte que la memoria. Y el caudillismo está de vuelta.
¿Qué necesita un caudillo para completar su destino de hombre providencial que a nadie rinde cuentas? Antes que nada, necesita los aparatos del Estado que sirven para producir sentido verbal y, con él, conciencia sierva. Básicamente son dos: policía política y control mediático. ¿Sobre qué exige asentar Iglesias cualquier acuerdo político? Nadie lo acusará de ocultarlo: a) ocupación innegociable de una vicepresidencia con control pleno de los servicios secretos; b) potestad absoluta sobre la televisión pública y, por extensión, sobre el conjunto de la galaxia mediática. Policía política más imagen. Lo demás no importa. Bienvenido, caudillo.
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