EDITORIAL ABC
Una cataluña anómala
El paso del «procés» por la historia de Cataluña está siendo socialmente demoledor para esta comunidad: familias y amigos enfrentados, alumnos señalados y empresas que se van
El nacionalismo independentista es una patología para la sociedad catalana, incluidos los partidarios de la independencia, sumidos en un estado oscilante entre la ensoñación medieval y el fracaso permanente. El verdadero debate que habría de ofrecerse a los catalanes no debería ser cómo encajar Cataluña en España -lema tan del gusto de los socialistas, porque en él encuentran una estéril vía intermedia-, sino cómo conseguir que Cataluña sea una sociedad cohesionada y moderna. Cataluña está en España de la mejor manera que conoce la historia política de Europa: gracias a un régimen constitucional que ofrece una democracia parlamentaria basada en los principios de igualdad y solidaridad, que funciona como un Estado de Derecho, que sostiene instituciones comunes a todos los españoles, que garantiza la diversidad histórica, cultural y lingüística de sus pueblos y que facilita el autogobierno de las regiones a un nivel superior al de la mayoría de los estados federales europeos. La Constitución nunca ha sido el problema en Cataluña, sino su ausencia y, por tanto, la ausencia de una efectiva aplicación de los principios de legalidad e igualdad para contrarrestar las consecuencias retrógradas del supremacismo nacionalista. El independentismo es incompatible con la democracia, porque la democracia se sustenta en la vigencia de la igualdad y en el respeto al individuo. El nacionalismo siempre necesita un enemigo externo y el mito de un pueblo oprimido. Es Cataluña la que tiene que renovarse como sociedad democrática y europea. No lo será mientras sus instituciones estén sometidas al dictado del separatismo y puestas al servicio de un constante enfrentamiento con el Estado. No lo será mientras su sistema educativo esté plagado de activistas que adoctrinan a los niños. No lo será mientras mutile lo español de su historia y mientras utilice el idioma catalán como coartada para crear un modelo de buen ciudadano, que debe ser nacionalista, por supuesto. No lo será mientras su Policía autonómica viva permanentemente en la disyuntiva de servir a la ley o al independentismo.El paso del «procés» por la historia de Cataluña está siendo socialmente demoledor para esta Comunidad. Familias, vecinos y amigos enfrentados; alumnos señalados; empresas que se van y otras que renuncian a entrar. A Cataluña no le hace falta más de ese «diálogo» que ofrece la izquierda siempre al independentismo, nunca al constitucionalismo, porque ese diálogo conduce a la trampa de aceptar el lenguaje, la agenda y los tópicos de los nacionalistas. A Cataluña, en su conjunto, le vendría muy bien que la dosis de realismo que ha vivido en la Sala Segunda del Tribunal Supremo estos meses atrás llegara también a los espacios públicos y sociales, porque el «procés», además de una fuente de delitos, está rompiendo la sociedad catalana.