Cansina sarta de mentiras supremacistas

El discurso de Turull ha resultado anémico de ideas, falsario y tan gris como su autor

Luis Ventoso

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Jordi Turrull, 51 años, era un gris apparatchick agazapado en las turbias cañerías de la Convergencia de Pujol, estructura corrupta y comisionista, que fue levantando entre bambalinas las vigas para un futurible Estado catalán. Jordi intentó ser alcalde de su pueblo tres veces y cosechó otras tantas derrotas, así que el partido tuvo que acogerlo con puestos del modelo cobra y calla , como el de director del Instituto Catalán del Voluntariado, del que vivió desde 1996 hasta el cambio de siglo. Un perpetuo segundón, que jamás ha pegado póliza en una empresa privada y que casi toda su existencia adulta ha vivido de su militancia, como tantos nuevos políticos . Hasta sus correligionarios asumen que se trata de un burócrata sin atributos, cuyo único valor acreditado es la fe ciega en la causa. Que haya sido presentado como candidato a presidir un país tan importante como Cataluña acredita lo tocado que está hoy el nacionalismo. Las mentes con un poquito más de voltaje se han apartado por miedo; o están en la cárcel, o a la fuga, por su participación en el golpe de Estado de octubre.

El discurso de investidura de Turull fue una patochada teatral sin sentido práctico alguno, toda vez que la CUP había anunciado previamente que no lo apoyaría. Hasta los suyos seguían la alocución con rictus de sopor y caras muy largas tras el enorme palo de los antisistema de la CUP (fuera de la realidad, pero coherentes). La arenga del burócrata resultó una cansina sarta de mentiras y tópicos supremacistas, la misma cantinela que venimos padeciendo cada día desde que hace cinco años Mas lanzó su órdago para camuflar las corruptelas de CiU y sus problemas personales de gestión. Cataluña es en boca de Turull un nuevo pueblo elegido, cuyo origen se remonta «a tiempos inmemoriales». Un «pueblo de valores» (¿qué pasa: gallegos, andaluces madrileños, vascos, castellanos no tenemos «valores»?). «El país del trabajo bien hecho», el pueblo de la paz y libertad. Dentro de sus limitaciones expresivas, Turull declamó incluso cursilerías nacionalistas como que está «enamorado del paisaje catalán».

El primer acto de la representación consistió en la preceptiva y empalagosa declaración de amor al sagrado suelo. El segundo acto fue otro topicazo nacionalista: el victimismo en vena. Turull lamentó que amable y nobilísimo pueblo del que forma parte se haya visto vapuleado por un Leviatán opresor: España. Para el tercer acto reservó el clásico de los clásicos: la mentira. «Una y otra vez los catalanes han votado por la independencia», leyó en la hoja de la que no levantaba la mirada, un aserto que no se sostiene, pues en las últimas elecciones ha habido en Cataluña mayoría unionista en votos y ganó una candidata españolista, Arrimadas. «Hemos ofrecido diálogo dentro y fuera, pero el Gobierno de España no quiere escuchar». Falso. Jamás ofrecieron diálogo, solo un trágala saltándose las leyes de todos.

Su programa de Gobierno debería guardarse en los archivos del Club de la Comedia. ¿Educación? El catalán será lo medular y la mejoraremos. ¿Sanidad? La mejoraremos y también haremos una ley del deporte. ¿La economía? La mejoraremos, etc, etc… Todo tan vacío y pueril que a su lado Pedro Sánchez es Adenauer.

Hubo también por el medio un momento para la hipocresía: Turull pasándose al castellano para pedir al resto de los españoles su comprensión y mandarles un «abrazo sincero». Curioso que siendo nacionalista no logre entender que cuando amenazas a alguien con romper su país normalmente no tiene muchas ganas de abrazos.

Cataluña ha perdido 3.000 empresas y 31.400 millones en depósitos bancarios con este trágico astracán mediterráneo. Es el legado de iluminados como Turull y sus compañeros, pero sobre ese problema pasó de puntillas y sin asumir la más mínima autocrítica.

La pregunta de siempre quedaba flotando en el aire: ¿Cómo puede ser que tantos catalanes apoyen esta quimera paleta y xenófoba que amenaza con arruinarles la vida? La respuesta hay que buscarla en una enfermedad vieja y de nombre bien conocido: nacionalismo. La condena de la razón y el imperio del sentimentalismo enajenante.

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