Al buen callar
A un hombre tan moderno como Iceta no debemos pedirle que nos susurre su credo, pero al menos se le debe aconsejar que no hable a tontilocas
En una entrevista reciente publicada en La Vanguardia, Miquel Iceta aseguraba que el defecto más extendido en política es «la excesiva distancia entre lo que se dice en público y lo que se dice en privado». Es una reflexión temible, pues nuestros políticos se nos antojan un parvulario de niños parlanchines y botarates; pero si mañana les diera por acortar las distancias entre lo que dicen en público y lo que dicen en privado, la cochiquera de Twitter parecería la Academia de Platón, comparada con ese parvulario.
No sabemos, sin embargo, si Iceta está demandando a sus colegas una mayor «autenticidad» o si está denunciando la hipocresía de quienes enardecen en público a las multitudes con quimeras independentistas y luego, en privado y por lo bajinis, reconocen que tales quimeras son inviables. Iceta tal vez esté señalando la hipocresía de quienes se muestran «negociadores» en privado pero luego, cuando se desempeñan en público, se ponen «unilaterales» (o sea, gallitos e intratables). Pero en tal caso, Iceta no estaría describiendo un «defecto extendido», sino un vicio muy grave. Pues no hay política tan criminal como la de quien representa una comedia de fingimientos, a sabiendas de que los pueblos engañados avanzan trágicamente hacia el precipicio. Agustín de Foxá ya detectó este vicio hace mucho tiempo, retratando en Madrid de corte a checa a los diputados de facciones adversas en el buffet del Congreso: «Se trataban todos con el afecto de los actores después de la función. Como Ricardo Calvo, tras hacer el Tenorio, se iba a cenar al café Castilla con don Luis Mejía, al que acaba de atravesar en escena».
Pero también pudiese ser que Iceta esté demandando políticos más… «auténticos». Nuestra época entiende por autenticidad ese desarreglo de la conducta consistente en sentir y no pensar. Allá donde el hombre tradicional susurraba reverencial: «Yo creo» el hombre moderno exclama exaltado: «Yo siento». Y, tal vez para demostrar al mundo que es hombre auténtico y modernísimo, Iceta acaba de proponer que se conceda el indulto a los políticos que proclamaron la independencia de Cataluña. Pero, para concederles el indulto, antes habrá que detenerlos (pues algunos andan bruseleando por ahí), juzgarlos y condenarlos. Y, si fueren condenados, parece poco probable que para entonces Iceta ejerza influencia sobre quienes para entonces puedan concederles el indulto (y mucho más improbable aún que sea él quien tenga tal potestad). Hacer planes diferidos más allá de quince días es propio de gente fatua o zascandil, como nos enseña San Ignacio.
Frente a este vicio de la autenticidad del político hay que reivindicar la virtud del político que calla, para no decir memeces intempestivas. Iceta no ha hecho sino pedir una cosa que tal vez no sea necesario conceder; o que, llegado el caso de que se pueda conceder, él ni pinche ni corte en la concesión. Por querer hacerse el auténtico, no ha logrado sino hacer el ridículo (y enajenarse de paso unos cuantos miles de votos, el muy pardillo). A un hombre tan auténtico y moderno como Iceta no debemos pedirle, como si de un hombre tradicional se tratase, que nos susurre su credo (puesto que el hombre moderno no cree en nada); pero al menos se le debe aconsejar que no hable a tontilocas y calle un poquito. Pues, como reza el refrán, al buen callar llaman Sancho. Pero no Sancho Panza, que era tan parlanchín y orondo como Iceta, sino Sancho II de Castilla, que como nos cuenta el romancero callaba mientras su padre agonizante repartía sus reinos entre sus hijos. Y callaba porque estaba pensando en el modo de merendarse todos los reinos; Iceta, en cambio, si sigue hablando, no se va a comer ni un colín.
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