La alberca
El barrio de Gistau
Ahora está en posición de fajador. Dormido en el ring. Esperando su asalto bueno

No sé si un dry martini aliviará este baile de palabras amargas para no caer en la profecía de Camba: los admiradores son un peligro. Si se aplica el silogismo, yo voy a ser hoy un peligro para David Gistau. Me voy a enfrentar a ... este papel en blanco con sus guantes de boxeo. «¿De qué barro me hicieron la tristeza, / que se me resquebraja si me muevo?», se preguntó Montesinos mientras abrazaba a su mujer, Marisa Calvo, en las horas inciertas de su vida. Cuando se ha de pelear cada día contra la indolencia del papel en blanco, todo púgil entiende, por muy rápido que sea con los pies, por muy duro con los puños, que su principal argumento es la fragilidad. La duda. Gistau está hecho de ese barro de tristeza que le impide moverse sin quebrarse. Nunca he cruzado palabra con él, pero lo conozco bien. Sé lo que digo. He leído cada frase suya con la aspiración de que fuera mía, con espíritu de ladrón de armario. Voy a confesarlo: yo leo a Gistau con un pasamontañas puesto, por si se dan las circunstancias para el atraco. Y sé con toda certeza que aquello que le escribió a su pequeño Luca cuando aún estaba en el capazo de los primeros días del mundo es un autorretrato de escuela flamenca. Toda la luz está en la sombra. «Un hijo es decir no y quedarte cuando antes decías sí y te ibas». Lo digo por si Dios quiere eternizar su sueño y dejar en blanco el papel diario de la esperanza. Un hijo es la única razón por la que hay que sobrevivir, aprender el oficio de recibir los golpes sin dolor, basar la victoria en aguantar, no en dar. Yo estoy saliendo a esperanza diaria desde que supe que duerme a fondo, sin un poco de apnea de panza ancha, porque la máquina que fabrica sus sentencias ha tenido un fallo mecánico de profundidad.
Vivo conmovido desde que al nacer su niño anunció que dejaba de fumar para aguantar 25 años más. Cuando por fin se tiene una buena excusa para vivir, se resquebraja el barro de tristeza. Pero esta batalla nuestra contra el destino, ese huracán en el que sólo somos una hojilla de papel, depende siempre de las manos sin guantes de Dios. «¿Y el mismo que me hizo me destruye?». Gistau está ahora en posición de fajador. Dormido en el ring. Esperando que la luz entre por la ventana de la habitación de la esperanza en cualquier asalto.
Hace unos días, frente al Atlántico, donde la dimensión de las angustias se achica, descubrí una evidencia que ya estaba escrita en muchos sitios, pero con la que nunca me había topado hasta entonces. El horizonte es circular. Estamos atrapados dentro de lo inalcanzable. Y con los pies hundidos en el barro de sal de esa inmensa incertidumbre, recordé cómo Manuel Alcántara, maestro de Gistau en varias verdades rotundas -el boxeo, el dry martini y la palabra-, recitaba su epitafio al oleaje: «Ser hombre es ir andando hacia el olvido haciéndose una patria en la esperanza». Cuando él era un niño jugando a la alegría en aquellos veranos de biznagas, ya entornaba los ojos en el azul del océano y cogía cadencia por soleá para explicarnos este trance: «El mar no puede morir / se quedará navegando / cuando no haya nadie aquí».
He soñado que Gistau está soñando con ese rato en la playa definitiva porque ha dicho no y se ha quedado donde antes decía sí y se iba. Yo sé, porque lo conozco sin haberlo visto nunca, que ese abismo en el que respira ahora es sólo un pozo al que ha ido a buscar ideas para poder moverse sin resquebrajarse en el futuro. Y sé también que pase lo que pase, diga el tiempo lo que diga, seguiré leyendo cada día el artículo de su silencio. Porque a lo mejor, quién sabe, un día se despierta la esperanza en sus entrañas para darle un trago a la amargura y puede seguir andando como un hombre hacia el olvido.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete