El barco del mal
Atracó el Juan Carlos I y resultó que a los vascos les encantaba
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Supongo que no entraba en los pronósticos de mis padres, pero todos sus hijos coruñeses acabamos casados con vascos (y ahí seguimos, por cierto). Primero fue mi hermana, con un bilbaíno. Luego me tocó a mi, con una donostiarra. Y por fin nuestro hermano mediano, ... tal vez viendo que el cóctel funcionaba, se casó con una bilbaína. La experiencia de dos décadas largas de esta mixtura vasco-galaica es sorprendente. Lo confieso entre avergonzado y perplejo: no sentimos hecho diferencial alguno, ni con nuestros cónyuges ni con sus familias, a pesar de que lucen apellidos tipo Eguinoa y Barrenechea y a los cortos de cerveza los llaman «zuritos». Cuando voy a ver a mi hermano a Bilbao, una ciudad magnífica, veo las mismas tiendas que se repiten en todas las calles comerciales de España e idénticas pintas. La gente habla casi universalmente en castellano; viajan a Madrid por negocios constantemente; esquían en las estaciones de Huesca; se interesan si a Jorge Javier le da un jamacuco, igual que los de Soria, Almería y Palafrugell; y abarrotan el palacio Euskalduna si pasan por allí Sabina o Calamaro... Hay cartelería política, y las inefables pancartas de los «presoak». Los rótulos están en el preceptivo vascuence y por supuesto existen tradiciones y costumbres específicas, empezando por las virguerías de su gastronomía. Pero -y voy con mi segunda confesión- me temo que percibo bastante más hecho diferencial en Lugo que en Bilbao o San Sebastián.
Sin embargo mi percepción ha de ser por fuerza errónea. El nacionalismo vasco lleva décadas recordándonos que aquel más que milenario pueblo nada tiene que ver con «los españoles», a pesar de la emigración masiva que allí llegó desde todo el país. El pueblo vasco se siente oprimido, nos advierten cada año en las marchas compungidas del Aberri Eguna. Está incómodo en un Estado que lo acogota (con un convenio fiscal por el que suspirarían valencianos, gallegos, andaluces, manchegos o extremeños). El nacionalismo ostenta el monopolio del sentir de los vascos. Solo él está cualificado para interpretar su voluntad. Por eso cuando los representantes en el Ayuntamiento de Getxo de PNV y Bildu, y sus palmeros Podemos y el PSOE, aprobaron una declaración contra el atraque del Juan Carlos I, yo di por descontado que los vascos fumaban en pipa ante la execrable arribada del buque insignia del Imperio del Mal. Más -¡oh asombro!- el público, de una manera libérrima, hizo colas de más de una hora para conocer la nave. Los visitantes se contaron por miles y vascos de las tres provincias se acercaron a visitar el coloso de la ingeniería naval militar. Lo cual lleva a sospechar que una cosa son los vascos y otra muy distinta el proyecto de ingeniería social que desde hace décadas predica el extrañamiento y el odio a España. Pero por desgracia algo van consiguiendo. Un amigo bilbaíno me hizo anoche este tristísimo comentario: «Pensé en llevar a mi chaval pequeño a ver el barco. Pero luego pasé, porque te ve cualquiera y enseguida te calzan la etiqueta de facha». Si eso se llama libertad, parece manifiestamente mejorable.
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