Ignacio Camacho
Azoriniana
A Umbral no le gustaba Azorín. Decía de él una frase vitriólica: que inventó el párrafo corto porque tenía las ideas cortas. El genio de Valladolid, dueño de una prosa torrencial, vivaz, iluminada por los relámpagos del idioma, consideraba al alicantino un escritor de vuelo bajo y breve como el de una tórtola. Pero a ambos maestros, tan distintos, les une el lazo invisible de una determinante, férrea voluntad de estilo. Y una vocación letraherida que, demasiado apremiante para encajar en la compleja estructura de la narrativa, encuentra su perfecto molde de expresión en la literatura urgente del articulismo.
Azorín es un fracaso como narrador; apenas en «La voluntad» hay rasgos dignos de una novela. Brilla en el apunte, en el croquis de un argumento que no completa; como el de esa ingeniosa, apacible ucronía matrimonial de Calixto y Melibea. En cambio, su prosa detallista, exacta, enjuta, se hace grande en el papel de prensa. La glosa, el comentario, la crítica de cine, la reseña. La hemeroteca de ABC contiene una amplia colección de esas pequeñas obras maestras. Ahí construye un modelo de género, apoyado en un patrón lingüístico cartesiano, de frases concisas y escuetas. El vocabulario minucioso, cabal, prolijo hasta parecer a veces de fichero; la puntuación diligente, la retórica contenida, la sintaxis seca. Un paradigma expresivo que todo aspirante a escritor debe aprender aunque sea para olvidarlo después; como el pintor bisoño que antes de soltarse en su creatividad se familiariza primero con la herramienta instrumental de la técnica.
Ése es el legado azoriniano: el de un lenguaje despojado de énfasis, un texto concentrado en la esencia. Una depuración minimalista, quirúrgica, fruto de una intensa labor de limpieza. Quizá no haya en el castellano otro autor tan obsesionado por la transparencia. Expurga el adjetivo como un cirujano maneja el bisturí; con la competente eficacia de una mano maestra. Con ese compromiso reduccionista logra un truco de ilusionismo literario, una inteligente estratagema: que una escritura de ritmo veloz, sobrio y lacónico, parezca lenta.
En el cincuentenario de su muerte, Azorín sufre un olvido pedagógico. Apenas consta como una referencia secundaria en la generación del 98; un paisajista melancólico, fuera de moda como su pincelada dandy del paraguas rojo. Acaso en un modelo docente ideologizado chirríe su ideario conservador, a pesar del intuitivo anarquismo primigenio. Pero su preterición educativa no es sólo un menoscabo sino una renuncia, un arrogante despilfarro posmoderno: el de un valioso modelo de aprendizaje en la ordenación del pensamiento.
Noticias relacionadas