David Gistau
El atasco
No puedo evitar el impulso de entrar en librerías para comprar más y más libros
La carne es triste y he leído todos los libros. Esto no lo digo yo, lo dijo Mallarmé, supongo que en un momento depresivo, de apetitos saciados, en que le costaba encontrar alicientes para seguir viviendo. En lo de la carne no entro, porque nunca fui un seductor e ignoro cuántos coitos son necesarios para encontrarla triste, repetitiva. Para esta materia, siempre remito a un amigo mío que decía que el sexo le gustaba tanto que lo hacía hasta con su mujer. Pero, para haberse leído todos los libros, lo que es seguro es que Mallarmé no tenía televisión por cable, ni Netflix, ni amigos, ni bar favorito, ni abono para el fútbol, ni un horario en la oficina, ni un perro que sacar al parque, ni una lista de la compra para el Carrefour ni, sobre todo, niños en casa, incluidas las excursiones para llevar a un primogénito a su entrenamiento. Mallarmé tenía un tiempo libre que no era normal, una disponibilidad para la lectura propia de un rentista, de un mantenido, y en todo caso de un solitario.
En ese sentido, le tengo cierta envidia a Mallarmé. A pesar de ese fondo melancólico que se parece al de Cuartango cuando moja en el café con leche, no una magdalena, sino la estación ferroviaria de Miranda de Ebro. Me acordé de la frase porque, de un tiempo a esta parte, compro libros a un ritmo mucho mayor que el de lectura. Más que nada, porque la enumeración de tareas diarias que figura unos renglones más arriba me deja un tiempo escaso para leer, no digamos para el ajedrez. No puedo evitar el impulso de entrar en librerías para comprar más y más libros, el hecho en sí de encontrarlos es un placer que deparan los libros antes de leerlos. Lo malo es que el montón de las lecturas pendientes está a punto de costarme un problema con el ayuntamiento por carecer de licencia para la construcción de edificios habitables. Alguna vez habrán visto, en un aeropuerto congestionado, la larga fila de aviones que esperan turno para despegar. Eso es mi mesilla de noche, qué digo mesilla, los libros que aguardan turno ya se han desparramado por la habitación toda.
El otro día sufrí, por culpa de estos libros, un momento de angustia que ni los de Cuartango tirado en el sofá. Hice un cálculo comparativo de los libros que logro leer al mes y de los años que, salvo infortunio, me quedan de vida, y comprendí que no podré leer ya todos los libros que tengo en casa. Vaya, que algunos los legaré intactos a mis herederos. Menos aún podré leer los que ni siquiera he comprado todavía. En adelante, entraré en vano en las librerías, leeré solapas y palparé páginas de libros que ya no tengo tiempo de vida para llegar a leer. Y, aun así, los compraré. Este descubrimiento ha agregado un enorme peso de trascendencia a la costumbre, que antaño era rutinaria y ligera, de elegir un libro para leer una vez acabado el anterior. Los descartes son para siempre, son definitivos. No son las horas, sino los libros aplazados, los que hieren a la espera de que el último mate.