Tribuna abierta

La Segunda Ilustración

Los problemas a los que nos enfrentamos en este primer cuarto de siglo XXI, ponen de manifiesto el agotamiento de la versión postmoderna y globalizadora del proyecto Ilustrado

Guillermo Navarro

Álvaro Matud Juristo

Asistimos en estos días a las dificultades para afrontar los grandes desafíos globales del cambio climático. Se trata de un problema originado -según el consenso científico- por nuestro propio desarrollo científico y tecnológico que, paradójicamente, resulta insuficiente para resolverlo. En el fondo, nos damos cuenta de que los problemas originados por el ser humano no pueden ser resueltos sin tener en cuenta el factor humano. Un factor humano que se escapa, una y otra vez, a los intentos de explicación a través del método científico y la tecnología. El hombre sigue siendo desesperadamente inmanejable en su autodeterminación.

El cambio climático es una nueva demostración de que las promesas del proyecto moderno que surgió de la Ilustración no han cumplido todas las expectativas. Nadie puede negar que el progreso científico y tecnológico ha mejorado sustancial y positivamente las condiciones materiales de la existencia, pero es evidente que no han traído el progreso moral, verdaderamente humano, que profetizaban. Que los sueños de la razón producen monstruos, lo adelantó ya nuestro genial Goya, en los albores del siglo XIX. Como explica el filósofo de la Ciencia Juan Arana, «sin la tutela exploradora y crítica de la filosofía, la ciencia conoció un crecimiento inflacionario que hizo posible (y no consiguió evitar), primero, la explotación colonial de los países atrasados por aquellos a los que la ciencia había empoderado y, segundo, la lucha a muerte entre sí de las potencias imperiales».

Desde entonces, todo progreso científico-técnico positivo ha ido acompañado de un reverso deshumanizador durante todo el siglo XX, con la experiencia de las guerras mundiales, la eugenesia, los genocidios, el holocausto nuclear y los totalitarismos. Tras un breve paréntesis que nos hizo soñar en el fin de la Historia, nuestro siglo XXI se presentó con la escena de la tecnología más avanzada al servicio del terrorismo yihadista. La confianza en la solución exclusivamente científico-técnica de los problemas no sólo choca con la terca realidad de la libertad humana, sino también con sus propios efectos perversos, como el cambio climático nos demuestra. Los problemas a los que nos enfrentamos en este primer cuarto de siglo XXI, ponen de manifiesto el agotamiento de la versión postmoderna y globalizadora del proyecto Ilustrado.

Las alternativas novedosas a esta situación que se apuntan en los últimos años son contrapuestas. Por un lado, el iliberalismo crece en el terreno abonado de la desconfianza en la razón, la ciencia y la tecnofobia. Por otro, el postmodernismo pisa el acelerador del racionalismo cientificista, con un proyecto transhumanista -hoy por hoy ficticio- que, mediante la ingeniería genética y la conexión biológica con la inteligencia artificial, pretende transformarnos en posthumanos. Si el iliberalismo promete a las masas populares volver a los paraísos perdidos por la globalización, el transhumanismo ofrece a las élites mundiales la utopía de una inmortalidad genética y una salvación por la tecnología que, si fuera posible, sólo estaría al alcance de unos pocos. En el fondo, seguimos atrapados en el bucle del racionalismo, que nos mantiene en la parálisis cultural: mucho movimiento sin llegar a ningún sitio.

Hay sin embargo, una posibilidad que permanece poco explorada. Una tercera vía que podría sacarnos del bucle de la postmodernidad-antimodernidad: sustituir el racionalismo por la razón ampliada. Esta opción no consistiría en algo nuevo sino en acudir a los orígenes del proyecto Ilustrado para rectificarlo. La emancipación de la razón del proyecto moderno se basó en una separación radical entre una Ciencia que podía conocer los fenómenos y unas Humanidades que se ocupaban de la naturaleza de los mismos. Este paso produjo un avance del conocimiento científico sin precedentes, al tiempo que sumergió a las Humanidades en un pantano de subjetivismo del que todavía no ha salido.

Sin embargo, este aparente triunfo de la Ciencia separada de las Humanidades ha llegado a un callejón sin salida. Por un lado, sus consecuencias tecnológicas han hecho posibles la mayores tragedias para la humanidad y ahora ponen en riesgo su misma naturaleza. Por otro, los avances científicos, tanto en el mundo físico como en el natural, han llegado a descubrir su propia limitación metodológica, especialmente para conocer la estructura de la materia, por un lado y de la conciencia y el cerebro, por otro.

Son ya muchas las voces de intelectuales a ambos lados del océano que están reclamando una segunda Ilustración. Como afirma, Alva Noë, el conocido filósofo de Berkeley, «la idea de que la ciencia y las humanidades son esferas separadas, con sus propios valores y criterios, es en sí una ideología cuestionable, una reliquia del entusiasmo de una edad moderna anterior». Por su parte, el alemán Markus Gabriel, fundador de Nuevo Realismo, explica que «si se contraponen las ciencias naturales y las humanidades, se acepta implícitamente que hay exactamente una realidad que propiamente sólo pueden investigar las ciencias naturales». Pero, como explica el conocido autor de «El mundo no existe», eso supondría que «se ha establecido como marco obligatorio una cosmovisión científica obsoleta».

Ambos filósofos se reunieron recientemente con un selecto grupo de neurocientíficos en la fundación Tatiana para poner en marcha un Centro Internacional de Neurociencia y Ética, dedicado a impulsar un diálogo interdisciplinar que adopte un enfoque integral que nos permita avanzar en el conocimiento del cerebro humano vivo, real, que se relaciona con otras personas y con su entorno. Porque el cerebro es un claro ejemplo de la necesidad de una nueva Ilustración ya que, con el modelo racionalista de la primera, seguimos sin ser capaces de entender el órgano principal del pensamiento humano, a pesar de los grandes avances neurocientíficos. Y no sólo eso, sino que sin ese diálogo, el conocimiento científico es peor ciencia y las humanidades son menos humanas.

La segunda Ilustración que necesitamos no es contraria a la primera. El neurocientífico Georg Northoff, parafraseando al mismo Kant, explica que «la Filosofía sin Ciencia está vacía, pero que la Ciencia sin Filosofía, está ciega». Se trata, en definitiva, de volver a la Razón, pero una razón completa, no reducida al valioso pero limitado método científico-experimental sino abierta a la realidad en toda su complejidad y a sus distintas escalas.

Más allá del debate sobre la vigencia del modelo ilustrado, lo cierto es que hay un consenso creciente entre los intelectuales y científicos más avanzados, de que para afrontar los desafíos del futuro necesitamos utilizar todas las herramientas disponibles de nuestro conocimiento, superando los compartimentos estancos y los apriorismos metodológicos.

*Álvaro Matud Juristo es director académico de la Fundación Tatiana

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