Miradas sobre la pandemia

Fleming en España

Cuando el descubridor de la penicilina aterrizó en Barcelona con su esposa, ostentaba ya el Premio Nobel de Medina, así como quince doctorados honoris causa

Álvaro de Diego González

Era escocés, como Adam Smith; y al igual que el economista y filósofo, tan exacto en su trabajo como sencillo en sus gustos. El autor de La riqueza de las naciones apreciaba que la simpatía, alivio del dolor y fuente de «nuestra condolencia por la desventura ajena», constituía el fundamento de toda fortaleza moral. Y, en efecto, su compatriota Sir Alexander Fleming respondía al perfil de varón decididamente jovial.

Cuando el descubridor de la penicilina aterrizó en Barcelona con su esposa, ostentaba ya el Premio Nobel de Medina, así como quince doctorados honoris causa. Sin embargo, a aquel sabio distraído le sorprendería el entusiasmo que despertaba alguien como él, ajeno a la gloria de las armas y la guerra, en una España pobre, aún de alpargata y cartilla de racionamiento. Aquel cartujo de laboratorio, que vestía con el desaliño de los varones buenos, reconoció que como aquí no se le había recibido en ningún otro sitio. Su antibiótico había salvado miles de vidas y ahorrado innumerables lágrimas. Y el español podía ser un pueblo orgulloso, pero también sabía ser agradecido. De ahí que, como relató el conde de Foxá, aquel británico rubicundo recibiera una caja de habanos de un modesto jardinero mientras a Lady Fleming la asaetaban con viejas mantillas, bordados en lino oscuro, corales, abanicos y mantones de Manila. Corría junio de 1948 y no hacía ni dos meses que a nuestro país le habían excluido del Plan Marshall.

Invitado, en primer lugar, por el Hospital Municipal de Infecciosos de Barcelona, Fleming acudió también a Sevilla, Toledo y Madrid. Allí donde estuvo encandiló a todos con su palabra amena y precisa, su humildad y su humor desinhibido. En una corrida le agradecieron que hubiera librado a muchos toreros de la mortal infección de pavorosas cornadas. El científico, que divisaba los tercios desde el callejón, repuso con escrúpulo animalista: «¿Y cuántos toros he salvado?». En otra ocasión, desmintió el rumor que le atribuía haber privado a Churchill de la muerte en dos ocasiones, la primera cuando el político había estado a punto de ahogarse en un río de Escocia.

Aunque admitía haber sido «un auténtico campesino» por aquellas fechas, ni siquiera conocía al primer ministro y, por mucho que lo hubiera publicado un periódico de Chicago, estaba «bastante seguro» de no haber asistido al premier durante la Segunda Guerra Mundial. Estas observaciones las hizo en Sevilla, donde, según uno de los cronistas, había llegado tarde absolutamente a todas partes, «como si quisiera rendir un homenaje al pueblo andaluz», mientras los sevillanos acudían a cada cita «a la hora señalada, rindiendo culto a la exactitud británica».

Foxá lo conoció en el cigarral toledano donde el doctor Marañón recibía a los Premios Nobel de Europa y a los monarcas desterrados. El aristócrata y articulista de ABC supo trazar con acierto el contorno de aquel escocés rojizo, sonriente y, sobre todo, humilde. Solo se equivocó al pronosticar que la gloria le sería esquiva: el doctor Fleming sería enterrado pocos años después, y como un héroe nacional, en la londinense catedral de San Pablo. En la cripta de aquel templo descansan sus restos junto a los del Almirante Lord Nelson y los del duque de Wellington.

Ahora que los españoles aguardamos una nueva penicilina, sabemos por quién doblan cada día las campanas a la hora del Ángelus, que es la de la esperanza. No estamos solos. Ningún ser humano es una isla. Lo supo Sir Alexander cuando una ráfaga de viento depositó unos hongos microscópicos sobre la gelatina de sus cultivos: «He sido un humilde instrumento de Dios, compadecido del dolor de los hombres».

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