Editorial ABC
Su vida nos importa
Este mensaje ha de perdurar para que, cuando pase la pandemia, esta sociedad asuma que la soledad y el abandono de una parte de nuestros mayores es una tara de nuestro progreso
En el relato sobre la pandemia de Covid-19 tiene que haber un capítulo que explique la situación de nuestros mayores. Según los datos actualizados del Ministerio de Sanidad, el 86,2 por ciento de los fallecidos diagnosticados son mayores de setenta años. Sin embargo, esta cifra oficial no recoge la realidad dramática de los muertos en residencias, incluso en sus domicilios particulares, a los que no se les ha realizado un test de contagio, aunque sus síntomas eran los propios del Covid-19. No se puede pasar página a esta pandemia sin saber exactamente cuántos fallecidos habrá causado. Es una necesidad no morbosa, ni que busque polémica, sino impuesta por la obligación de saber lo que ha sucedido para adoptar medidas futuras de prevención. No es admisible que, hallándose el país bajo un estado de alarma que concentra todo el poder administrativo en manos del presidente del Gobierno y de cuatro de sus ministros, tengan que ser los tribunales de Justicia los que, echando mano de los datos del Registro Civil, se vean obligados a arrojar luz sobre esta zona opaca de la pandemia. La propuesta del Partido Popular de realizar una auditoría de fallecidos es oportuna porque no podrá medirse la gravedad de lo sucedido sin una medida exacta de sus consecuencias. Tampoco podrá prepararse el país adecuadamente para una posible -probable para muchos científicos- reactivación de los contagios en otoño, o incluso a más corto plazo si la vuelta al trabajo de muchos ciudadanos a partir de hoy provoca nuevas infecciones.
De forma inmediata es necesario que el Gobierno central garantice la realización de test en residencias y domicilios donde se encuentren personas mayores susceptibles de tener el virus. El control de esta población de mayor edad es imprescindible y urgente, por razones sanitarias evidentes, pero también por razones absolutamente éticas: hay que cuidarlos, hay que prestarles la atención que merecen -también el personal que los cuida a diario- y darles la certeza, no la mera esperanza, de que van a ser atendidos por la red sanitaria al margen de su edad. Deben sentirse reconocidos como un valor de nuestra sociedad, y no como una carga. Bastante han tenido que soportar en estas semanas con mensajes repulsivos sobre el descarte de su vida en caso de infección, el maldito descarte que denuncia el Papa Francisco desde el primer día de su pontificado. Deben saber que su vida nos importa. Pero este mensaje ha de perdurar para que, cuando pase la pandemia, esta sociedad asuma que la soledad y el abandono, sobre todo en grandes ciudades, de una parte de nuestros mayores es un desmentido al desarrollo socioeconómico del país y una tara de nuestro progreso que debemos remediar.