Un «impeachment» político y fallido

El proceso de destitución del presidente Donald Trump camina directamente hacia su exculpación, y no por la ausencia de interrogantes sobre ciertos episodios de su comportamiento que merecerían un tratamiento más sereno, sino porque, en plena vorágine electoral, los republicanos han preferido defenderlo sin atender más que a sus intereses, puramente partidistas. Las discusiones sobre si Trump cometió o no irregularidades y de qué tipo han pasado a un segundo plano ante el pragmatismo electoral en el que se han instalado -hay que reconocerlo- tanto demócratas como republicanos.

En todo este asunto hay una especie de pecado original por parte de la oposición, y es que desde el mismo comienzo de la legislatura todas las fuerzas del Partido Demócrata se centraron en encontrar a toda costa una estrategia para derribar a un presidente cuya victoria desafió todas las convenciones, en lugar de esforzarse por buscar un candidato que fuera capaz de vencerlo en las urnas. Ahora es más que evidente que esa estrategia no ha tenido éxito y que, además, los demócratas se han descubierto como una fuerza política desnuda y prácticamente sin posibilidades en las elecciones de noviembre. Algo parecido les pasaría a los republicanos si no tuviesen a Trump, razón por la que están dispuestos a defenderlo, por encima de muchas cosas, ante las acusaciones de malas prácticas.

En cuanto al impeachment en sí, aplicado por tercera vez en la historia de Estados Unidos, se ha revelado como un mecanismo estéril en esta ocasión. Pero la mera existencia de la figura refleja una democracia viva, donde los contrapoderes siguen funcionando, algo que se observa con cierta envidia desde una España donde la primera meta del nuevo Ejecutivo es cuestionar el Poder Judicial, e incluso al Jefe del Estado.