Editorial ABC
Fiestas de guardar
El daño económico de mantener, por simples criterios políticos y cálculos a corto plazo, el calendario festivo puede ser aún más grave que el de cancelarlo
Anunciado a través de una confusa y premeditada secuencia de mensajes y pistas falsas en la que participaron el ministro de Sanidad, el presidente de la Generalitat valenciana y el propio presidente del Gobierno, el aplazamiento de las Fallas valencianas representa un ejercicio de responsabilidad política, quizá tardío, ante el avance de un coronavirus que desde ayer tiene la calificación de pandemia, término que la propia OMS había abandonado y que se ha visto obligada a recuperar de su catálogo por la gravedad de la situación generada en todo el mundo por el Covid-19. Difícil de cuantificar, el trastorno económico que la suspensión de una feria de la magnitud y la atracción -nacional e internacional- de las Fallas queda muy por debajo de la obligación moral, no ya política, de asumir y aplicar las medidas de prevención derivadas de un brote epidémico que amenaza con colapsar nuestros servicios sanitarios. Las celebraciones de la Semana Santa, para la que apenas quedan tres semanas, también tendrán que ser modificadas, si no suspendidas, de seguir la actual escalada del virus de Wuhan.
Como en cualquier amputación, por dolorosa que resulte, el tiempo corre a favor de una enfermedad cuyo daño crece en función de la pasividad pública y la desprevención. El daño económico de mantener, por simples criterios políticos y cálculos a corto plazo, el calendario festivo puede ser aún más grave que el de cancelarlo. Por esencia, la comunidad cristiana entiende de entrega y de sacrificio y sabrá asimilar el coste de cualquier decisión que afecte al bienestar de la sociedad. Por su parte, los políticos han de asumir la misma responsabilidad -acrecentada por el cargo que ocupan y las decisiones que deben ejecutar- que estos días exigen a una ciudadanía a la que no pueden hacer dudar con frivolidades o concesiones.