La barrera que no debimos alcanzar

Casi resulta dramáticamente ocioso repetir que España está inmersa en un estado de guerra real frente a un virus. Es innecesario reiterar que nos hallamos ante una catástrofe nunca vivida desde la segunda Guerra Mundial. Pero lamentablemente las cifras son tozudas, y la estadística es demoledora. España alcanzó ayer más de 110.000 personas diagnosticadas oficialmente con el coronavirus Covid-19 y superó la escalofriante cifra de 10.000 personas fallecidas. Al margen quedan, aunque no deberían, los cientos de miles de ciudadanos más que probablemente lo están padeciendo aislados en sus domicilios con síntomas leves y, muchos otros centenares de fallecidos sin autopsia posible para determinar la causa final de su muerte. El panorama era inimaginable hace solo unas semanas, y habrá tiempo de acusar a quien corresponda por haber reaccionado tardíamente, por infravalorar la letalidad de la enfermedad y por mantener una utopía ideológica absurda por encima de la potencia de la naturaleza frente a la vida humana. Tiempo habrá de sentar al Gobierno de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias en el banquillo moral de la opinión pública para que dicte sentencia sobre su gestión, su cúmulo de negligencias y su campaña de absoluta desinformación a la opinión pública. También, por el tsunami económico que se cierne sobre los españoles.

De momento, solo cabe llorar a los muertos, solidarizarse con las miles y miles de familias presas de un miedo lógico con sus allegados en las UCI hospitalarias, y elogiar la entereza de un país repleto de voluntarios, de empresas privadas y de ciudadanos comprometidos para paliar la tragedia. Haber llegado tan tarde y tan mal debería ser el epitafio político de este Gobierno cuanto antes.