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Micaela

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Ella no soportaba que el primo Tacho y yo le cantáramos esa copla de Juanito Valderrama: «Me voy a hacer un rosario con tus dientes de marfil». Recuerdo la exagerada sonrisa dentona y el porte desgarbado de esa niña 'refitolera' a quien tía Beatriz liberó de un pomposo nombre familiar, Micaela Martín-Montalvo, mediante ese cariñoso Mique. Su carita de rata, a la vez marisabidilla y divertida, permitía una relación razonable con la panda de sus primos proscritos, y así disfrutar del placer de la libertad en compañía como en una tripulación de bucaneros. Y gozó con nosotros una vida escindida entre la acogedora ternura de la familia y la libre camaradería de los colegas. Con la edad, del jardín de los abuelos pasamos a ese chaflán del barrio de Salamanca que albergaba encuentros furtivos entre los chicos del Pilar y las mocitas del Loreto para fumar y ligotear antes de comenzar las clases de la tarde, cuando el comercio que ocupaba su fachada aún no estaba abierto, creo que era Ayala con Núñez de Balboa.

El verano nos separaba, pues yo lo pasaba en Cádiz con mis padres y Mique en Suances, la playa del municipio cántabro de Torrelavega.

Al regreso de uno de esos largos veraneos de la época, me sorprendieron los pezones duros de Mique y esos pies carnosos y sensuales sujetos por una elegante sandalia sesentera, una mutación que envenenó mis sueños adolescentes. Nunca fue precisamente un bellezón pero tenía todo un fachonazo, casi de modelo de pasarela. Bien dotada intelectualmente, se aplicaba con fervor a unos estudios que siempre llevó con brillantez. En la facultad de Filosofía y Letras de la Complu destacó y hasta se hizo progre, cambiando la ropita cursilona que le gustaba a mi tía por los vaqueros y el zapatito plano, que en Madrid dicen 'francesitas' y por el sur 'manoletinas'. Coincidimos con frecuencia en los conciertos del Johnny, como se decía al Colegio Mayor San Juan Bautista, famoso por la calidad de su programación cultural. Mique era muchacha ávida de conocimientos, leía a Catulo en latín y a Joyce en inglés.

Tuvo la mala pata de enredarse con un pijo de Caminos que ni la entendía ni la merecía. En la boda supe que la había cagado pero me dediqué a cortejar a una amiga suya pues en fiestas de casamiento se liga con facilidad. Dejé de ver a Mique largo tiempo, pero escuchaba que ese estúpido marido la llenó de hijos y le escondió los libros de Verlain y de Yeats. Tiempo después yo deambulaba con Rufo, un amigo común que siempre fue un golfo de cojones y por casualidad la encontramos muy cerca del lugar donde estuvo Cirilo, una tasca que a finales de los sesenta servía un vino con tapa por una pela; nos abrazó, ya no era la simpática y alegre progre que nos acompañaba en las actividades de la universidad. Rompió a llorar y ambos entendimos sobrecogidos y callados. Había que pasar a la acción y trazamos un plan. Encontramos un apartamento coqueto y un día al estilo comando la recogimos ante el estupor del jodido ingeniero. Ha vuelto a ser libre y feliz, a leer y asistir a conciertos con amigos y amigas. Rufo y yo la vemos con frecuencia en La Dolores, donde tiran la cerveza como en pocos lugares del mundo, ya no llora y los tres reímos repasando historias que cada cual recuerda a su manera.

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