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Augusto, hermano

JULIO MALO DE MOLINA
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Conocí a mi hermano mayor en la primavera de 1978 cuando él regresaba del infierno. Acababa de llegar a Madrid en un avión Hércules de nuestras Fuerzas Aéreas que le había recogido muy maltrecho en el aeropuerto de Buenos Aires, hasta donde fue trasladado desde la siniestra Escuela de Mecánica de la Armada argentina donde había sido sometido a penosos tormentos.

Durante su desplazamiento a Eceiza pensó en el fatal desenlace que todos los detenidos aguardaban, pero el gobierno español le rescató a tiempo. Recuperamos así a uno de los grandes arquitectos de estos años que ahora ejerce como Presidente del Consejo de Arquitectura y Urbanismo de Buenos Aires.

He tenido el privilegio de trabajar intensamente con él. Esta colaboración ha dejado en Cádiz un edificio que no pasa desapercibido: el 'rascacielos tumbado' de Cortadura, un compacto edificio de doscientas viviendas sociales cuya cualidad consiste en la funcionalidad de cada unidad, inspirada en los modelos habitacionales propuestos por los clásicos de la modernidad. Por eso creo que la gente vive allí muy a gusto. Augusto va a cumplir 70 años el próximo 14 de octubre, allá en la Perla del Plata, no podré estar a su lado pero ahora escribiendo sobre él y nuestras historias compartidas celebro con mis lectores su jubiloso cumpleaños.

Nuestro primer encuentro se produjo en el Colegio de Arquitectos de Madrid donde yo dirigía el Servicio de Actividades y Publicaciones. Poco antes una candidatura de jóvenes progresistas recién graduados y liderados por Ricardo Aroca, catedrático de cálculo de estructuras en la Politécnica, habíamos irrumpido en la dirección de una corporación hasta entonces bastante rancia.

No aguantamos demasiado tiempo, corrían los tiempos confusos y convulsos de la transición, se quiso cambiar todo muy rápido y los sectores conservadores ejercieron una oposición muy áspera. Se solicitó a la Asamblea una moción de confianza y se perdió, lo cual liquidó la experiencia. Pero como diría Moustache, «eso es otra historia», Augusto y yo forjamos una sólida amistad y al poco nos vimos trabajando juntos en un agradable despacho de la calle Barquillo, y también habitando juntos un confortable edificio junto al Parque de Berlín, muy cerca de la antigua Avenida de Carlos Marx donde aún sobreviven las viviendas obreras que levantaron durante la República las cooperativas de UGT, aunque ya no las habitan sencillos trabajadores sino gentes de muchos posibles pues es un lujo vivir en el centro de Madrid con jardín y árbol propio.

Me regaló la dilatada Buenos Aires y su enorme río color de león. Los apacibles paseos por Palermo Viejo, las excelentes representaciones dramáticas a todas horas y en cientos de salas, esas abigarradas librerías con intenso olor a papel y goma como la de Casares, la República de San Telmo donde Mafalda nos observa sentada en un banco de la Plaza Quino. Y La Barranca, una estación de la antigua línea férrea al delta del Tigre, donde se encuentra el mercadillo de pulgas más sorprendente del universo. Qué ambiente tan fascinante el que describía la rusita María Elena Walsh: «Es un chico que piensa en inglés y una vieja nostalgia en gallego, es el tiempo tirado en cafés y es memoria en la plaza Dorrego». Jaime Pérez Llorca me contaba la llegada del Cabo de Hornos al Cádiz de posguerra como una fiesta de libertades y mercancías. Pero ya el buque no hace la ruta del Plata y no podré abordarle para llegar a la fiesta de Augusto.