Nombres
Actualizado:Nuestras palabras imponen al mundo sus formas. Esta es una de las enseñanzas del enigmático Lao-Tse en su Libro del camino y la virtud, escrito en el VI a. C.
Recuerdo a un chico con cierta discapacidad psíquica que entraba al parque, se acercaba a las palmeras y se demoraba oliendo sus troncos. Aquel gesto provocaba la hilaridad de quienes lo observaban. Acabaron llamándole el Catador de Palmeras. Eso fue antes de que el picudo rojo las devorara.
El paso de los años ha tenido que confluir con el discurrir lento de los siglos para que, ahora, la obra de Lao-Tse haya caído entre mis manos y le encuentre su sentido a la acción de aquel muchacho. Los seres humanos, con el uso de nuestros lenguajes naturales y formales, hemos acabando desvirtuando la esencia de todo lo que existe. Nombrar las cosas es un acto de pura fantasía. Con el verbo o con la fórmula matemática diferenciamos y clasificamos. Pero lo que es más nefasto para nuestra incomprensión del mundo es que construimos una foto estática y única de lo que por naturaleza es dinámico y diverso. Nos quedamos con la realidad petrificada de los nombres y dejamos de sentir el flujo continuo de la realidad, sea esto lo que sea.
El chico que olía las palmeras, libre a su modo de las cadenas que nos impone la tiranía simbólica de los signos, establecía con estos árboles, por medio de su olfato, una comunicación primordial, anterior a cualquier discernimiento, ordenación o verbalización. Se acercaba a las palmeras con ese estado mental que propugna intuitivamente el tao, el de la vuelta al caos elemental de lo 'innombrable', de lo 'eternamente real', 'el vacío pleno de infinitas posibilidades' que ya existía antes de que el universo naciera. Una especie de retorno a aquella lejana infancia anterior al conocimiento de las palabras en la que el cerebro infantil permanece todavía abierto a toda la gama de percepciones, a la visión del continuo elemental que nuestra cognición acabará fragmentando y desvirtuando.
A quienes poseemos el verbo, y accedemos a través de su uso a los sistemas simbólicos que cada concreta cultura nos ofrece, nos está para siempre vedado el reingreso a ese mundo puro de percepciones. Es el precio que tenemos que pagar por esto que llamamos inteligencia y por su hijo más aventajado, ese que nos venden como progreso.
En nuestro mundo occidental heredamos de los griegos este universo lógico que nos hace repudiar el caos que habita en lo más profundo de toda razón. Estamos cómodamente instalados en la ficticia realidad de lo nombrado, en el hechizo que nos prohíbe el acceso sensorial a lo que es por su propia naturaleza inaprensible, en la visión mágica de las formas que nosotros mismos creamos, en la falsa consistencia de las metáforas y los conceptos que tan confiadamente manejamos.
Lao-Tse, contemporáneo de los presocráticos, nos recuerda que el caos primordial es el origen de todos los mundos, que bullen en él las infinitas posibilidades, que es anterior a todo tiempo y a todo espacio, que es la 'forma que incluye toda forma', previo tanto a lo que es como a lo que no es. Nos avisa que comprender el universo es admitir que es ajeno a todo control y nos advierte que es nadar contracorriente todo intento de dominio. Esto mismo nos enseñaba el chico que no se detenía ante su nombre y olía profundamente a las palmeras.