Jerusalén
Actualizado: GuardarCorrer por Jerusalén al atardecer es viajar a la extrema complejidad del mundo. Sales de Tsarfat, calle abajo, entre edificios extrañamente igualados por la piedra de color crema que a veces hace que la ciudad se parezca a una de esas urbanizaciones romanas de plástico que plantan los niños en los belenes por navidad. Giras a la izquierda y bajas por las laderas por las que desagua la urbe hacia el sur. Un sendero de escaleras claras y empinadas cruza como un riachuelo el Mishkenot Sha'ananim, el primer barrio judío fuera de los muros de la ciudad de los muros. Después escalas sin aliento el verde escarpado del jardín de Mitchell y por fin cruza la puerta de Jaffa de la ciudad vieja.
Franquearla es tirarse de cabeza a las tripas de nuestra propia historia, distante y conocida al mismo tiempo.
Hasta la puerta de Damasco, al norte, cruzas por los divertículos oscuros en profundos valles de casas, horadadas en estrechos cauces de viviendas como si la geografía callejera hubiera sido fruto de la erosión de los pies de millones de gentes distintas. Han pisado ese suelo un surtido alegre de humanos que media entre Cristo y la japonesa con máscara que mira asustada al corredor. Quedan las huellas de manifestantes, policías y ejércitos milenarios y suicidas. En carrera desfilan a mi costado camisetas, chilabas, puestos de frutas, y mujeres sentadas en el suelo que ofrecen finísimas hojas de parra frescas, superpuestas como fajos de billetes verdes.
En sucesión desordenada casi de equilibrista esquivas sacerdotes, ultraortodoxos con sombrerones, turistas de bastón, guías que dictan su mecánico discurso por micrófonos bluetooth, niños a la salida del colegio, jubilados vestidos de explorador, monjas, carros empujados calle abajo sobre el adoquinado como trineos de bobsleigh, tipos con fusiles de última generación y visor nocturno y hasta un tractor marcha atrás. Riegan el suelo restos de verduras en una alfombra resbaladiza que tantas veces fue una manta de sangre y de ceniza. Entre la explanada de las mezquitas, el Muro de las Lamentaciones y el Santo Sepulcro se extiende el territorio más complejo que ha conseguido crear el hombre, una colmena de casas metidas unas en otras y edificios coronados por depósitos de agua. Remata la escena una ensalada incomprensible de estrellas, crucifijos, medias lunas y banderas que hablan de otros tiempos que presientes en el aire caliente que te falta, como un pulso eléctrico y trágico.
De un muro a otro no hay más de un kilómetro preñado de cuestas de infierno. Queman los pulmones como si se respiraras fuego y en el cansancio resuena el corazón como un tambor. Nunca nadie peleó tanto y tanto tiempo por algo tan pequeño, piensas, aunque en la carrera no hay tiempo para tomar partido más que por la duda. Como mucho, aciertas a ver tu rostro en los ojos de los vendedores que pregonan mercancías en suave cadencia. En las miradas se presienten retales de historias, hogares, arraigos, pérdidas, sueños, derivas, hijos que defender. Conocer el mundo corriendo es distinto, quizás porque así a bocajarro se evitan atajos mentales y no haya más verdad que esa: gente que intenta encontrar su camino entre gente, humanos que se miran en chispazos cortísimos como relámpagos, pueblos que buscan su sitio en el mundo en una carrera desaforada y a veces mortal.