la tercera
Francisco Roldán y las utopías
«El rebelde Roldán mantuvo un tiempo la utopía del paraíso en la Tierra, pero luego se reintegró al sistema. Es lo que ocurre siempre a lo largo de la Historia: en el fondo, los Roldanes predicadores de utopías solo aspiran a pertenecer a la casta. Estos Roldanes de coleta rebelde que han brotado ahora son solo hijos acomodaticios del sistema. En su momento atemperarán el discurso y pasarán de la sinecura universitaria de la que proceden a la sinecura política a la que aspiran»
NO se hablaba de otra cosa: Cristóbal Colón había descubierto una tierra abundosa en oro, poblada de mujeres desnudas «de muy buen acatamiento» y de maridos consentidores.
El fervor patriótico, que había brillado por su ausencia cuando se requirieron voluntarios para el primer viaje colombino, arrastró esta vez a una multitud entusiasmada: mil doscientos hombres, entre labradores, frailes y soldados, entre ellos un tal Francisco Roldán Jiménez, veterano de la guerra de Granada.
El encuentro de los nuevos colonos con la tierra prometida fue decepcionante. Desembarcaron en la isla Española (actual Haití) y nadie acudió a recibirlos. ¿Dónde están los indios?, se preguntaban. Los indios tenían buenas razones para ocultarse: habían asesinado a las docenas de españoles que Colón dejó allí once meses atrás y habían arrasado el fuerte Navidad, construido con los maderos de la naufragada nao Santa María.
Colón no se desanimó. Fundó una nueva colonia, la Isabela, en otro punto de la costa, y se dispuso a explotar las nuevas tierras. Desgraciadamente los resultados no colmaron las expectativas. Al calor húmedo, asfixiante, a los mosquitos, al hambre y a las privaciones se sumaría pronto la sífilis, una enfermedad desconocida en Europa que diezmó a los recién llegados (desprovistos de anticuerpos como estaban). Recíprocamente, la viruela, el sarampión y el tifus, las enfermedades europeas que ellos aportaban, exterminaron a la población indígena.
Los colonos se sintieron estafados y comenzaron a murmurar contra el mal gobierno. Francisco Roldán, al que Colón había ascendido a mayordomo y después a alcalde mayor de la colonia, vio la ocasión de medrar y se rebeló contra el almirante y sus hermanos (a los que apodaba significativamente «los Faraones»). Al frente de los descontentos, asaltó y saqueó la alhóndiga, donde se custodiaban las reservas de víveres, y huyó a las tierras del cacique Guacanagarí, al otro extremo de la isla. Curándose en salud, por si la suerte se torcía, proclamó que su rebelión no era contra los Reyes Católicos, sus señores naturales, sino contra los Colones y su mal gobierno.
Por aquel tiempo dos carabelas que transportaban suministros para la colonia tocaron tierra cerca de Xaraguá, en el territorio señoreado por los rebeldes. El astuto Roldán recibió a sus capitanes con los brazos abiertos y los persuadió para que se sumaran a su rebelión, que ya tomaba visos de pronunciamiento independentista. El panorama que les dibujó era de lo más halagüeño: «En lugar de azadones, manejaréis tetas; en vez de trabajos, cansancio y vigilias, tendréis placeres, abundancia y reposo». La antigua y eterna utopía de la vida regalada a la que todo mortal aspira.
Lo del desgobierno y corrupción de los Colones era cierto, pero la alternativa propuesta por el rebelde Roldán se reveló peor. Huéspedes forzosos de los sufridos indígenas impusieron en la isla una administración más abusiva que aquella contra la que se habían rebelado.
Vivían como sátrapas Roldán y sus compinches. «Tenían las mujeres que querían, tomadas por fuerza o por grado de sus maridos», dice el cronista, «y tenían grande aparejo para vivir desenfrenadamente, zambullidos en vicios».
El indignado padre Bartolomé de Las Casas certifica que «ni siquiera se preocupaban por andar a pie camino alguno; aunque no tenían mulas ni caballos, sino a cuestas de los hombros de los desventurados indios, o como en litera metidos en hamacas». Además, «iban junto con indios que llevasen unas hojas grandes de árboles para hacerles sombra y otros unas alas de ánsar para abanicarlos, seguidos de una recua de indios cargados como asnos... con los hombros y las espaldas como de bestias, con mataduras».
Mientras tanto la situación de los Colones se había deteriorado y su autoridad hacía agua. «Apenas había cuarenta hombres en los que pudieran confiar». Los quejosos y desheredados, que eran la inmensa mayoría, simpatizaban con Roldán, cuyo atractivo programa electoral generosamente publicitado ofrecía «medrar, mucho comer y mujeres».
Colón lo hubiera ahorcado de muy buena gana, pero, comprendiendo que no contaba con fuerzas suficientes para enfrentarse a los rebeldes, contemporizó. Decretó una amnistía general, concedió a los rebeldes tierras y esclavos, les autorizó los harenes y les concedió toda clase de exenciones y privilegios. Roldán se reintegró con todos los honores a su antiguo cargo de alcalde mayor. Aguas a su cauce. Aquí no ha pasado nada.
Poco después un tercero en discordia, Alonso de Ojeda, intentó atraerse a los rebeldes e insumisos sin advertir que llegaba tarde al trato. Colón y Roldán unieron sus fuerzas para expulsarlo de la isla. Tuvo que conformarse con el producto de una carga de esclavos que vendió en Cádiz a su regreso.
¿Qué fue del rebelde Francisco Roldán? En 1502, una escuadra que regresaba a España se vio sorprendida por un huracán cuando todavía se hallaba a cuarenta kilómetros de Santo Domingo. Veinte barcos se fueron a pique y solo cuatro regresaron a puerto, aunque muy maltrechos. Entre los viajeros que perecieron en el naufragio figuraba, según se dijo, Francisco Roldán.
¿Justicia divina? No, nada de eso. Hay motivos para sospechar que el truhán sobrevivió al desastre, puesto que su nombre sigue apareciendo en documentos fechados en época posterior. Cabe imaginarlo en su apacible vejez, rodeado de nietos a los que contaría sus batallitas en el nuevo mundo, cómo de no ser nadie ascendió a casi dominar la isla Española después de embaucar con promesas de bienestar y prosperidad a los descontentos y desencantados del gobierno o desgobierno de los Colones.
El rebelde Roldán mantuvo un tiempo la utopía del paraíso en la Tierra, pero luego se reintegró al sistema. Es lo que ocurre siempre a lo largo de la Historia: en el fondo, los Roldanes predicadores de utopías solo aspiran a pertenecer a la casta. Estos Roldanes de coleta rebelde que han brotado ahora son solo hijos acomodaticios del sistema. En su momento atemperarán el discurso y pasarán de la sinecura universitaria de la que proceden a la sinecura política a la que aspiran.
Y las playas prometidas seguirán debajo del adoquinado.