Editorial
El odio vuelve a los estadios
Los insultos racistas proferidos contra Vinicius en Mestalla abundan en la crisis reputacional del fútbol y ponen de manifiesto un intolerable clima de crispación y agresividad social
Los insultos racistas dirigidos a Vinicius en Mestalla durante el partido entre el Valencia y el Real Madrid resultan absolutamente intolerables y nos retrotraen a momentos moralmente superados. La circunstancia es especialmente lamentable ya que no es la primera vez que el jugador brasileño se convierte en objetivo de quienes profieren mensajes cargados de odio. Hasta este fin de semana, se habían denunciado insultos contra el madridista en nueve ocasiones, aunque tan sólo dos de estas denuncias han acabado por resolverse de forma condenatoria. Ayer lunes, el Real Madrid denunció el caso ante la Fiscalía General del Estado y la Fiscalía de Valencia ha abierto de oficio una investigación para determinar si lo acontecido en Valencia podría llegar a constituir un delito de odio. Ojalá todas estas acciones sirvan para erradicar sin espacio a ningún matiz la violencia verbal y la agresividad de los entornos deportivos y muy específicamente en el fútbol.
Sólo cabe saludar, también, la rápida acción del Valencia F.C., que ya ha expulsado de su estadio y de por vida a los dos individuos que fueron identificados por proferir los insultos. Es, sin duda, una decisión justificada y sensata, pero resultará insuficiente si verdaderamente aspiramos a combatir de forma definitiva una lacra social como la que entraña el racismo. A finales de los años 90, el fútbol español decidió acabar de forma definitiva con la presencia de ultras organizados en las gradas. La frontalidad con la que los clubes (especialmente Real Madrid y Barcelona) decidieron combatir a quienes desvirtuaban un deporte de tanto impacto social fue determinante para acabar con aquellas formas fanáticas. Más de dos décadas después, esa misma energía y determinación debería convocarse para acabar, de una vez por todas, con expresiones racistas que no admiten justificación alguna.
El deporte en general goza de un prestigio social basado en la prescripción de valores que consideramos dignos de admiración. Sin embargo, no pocos acontecimientos recientes demuestran que el fútbol profesional debe recuperar algunos estándares morales mínimos que se han desvirtuado y que resultan imprescindibles para salvaguardar la decencia del espectáculo. La corrupción constatada en torno a la elección de la sede del Mundial de Qatar o el caso Negreira, por ejemplo, no apuntalan la credibilidad del fútbol como deporte.
Es muy probable que las expresiones de odio en los estadios no sean más que el signo de una crispación social creciente y conscientemente alimentada. El uso partidista que muchos de nuestros políticos intentan realizar del intolerable racismo da buena cuenta de ello. Las mismas personas que han legitimado el linchamiento de ciudadanos anónimos, como el hermano de la presidenta de la Comunidad de Madrid, y que son capaces de envenenar la opinión pública a través de fórmulas que inducen a una agresividad desestabilizadora y contraria a la convivencia denuncian con impostada solemnidad el racismo de los campos de fútbol. El baremo de denuncia e indignación es tan profundamente desigual que no deberíamos contentarnos con erradicar la barbarie de nuestros estadios. Vivimos en una simulación moral en la que todo intenta capitalizarse políticamente hasta convertir cualquier causa justa un instrumento de rédito electoral. A nuestra clase política deberíamos pedirle una mayor prudencia y, sobre todo, una mejor coherencia. Bastaría con que se aplicaran a sí mismos los estándares de decencia que con evidente electoralismo son capaces de reivindicar para el fútbol.