Gabriel
Gabriel estudió en un instituto público, de esos en los que los bordes de las mesas están desportillados y en los que los inodoros, a veces, no tienen tapa
Lo peor de los amores no correspondidos es cuando todavía te brindan un atisbo de esperanza. En el momento en que de verdad todo está perdido, en ese instante en el que los procesos orgánicos entran en una fase de no retorno, es más fácil asumir con dignidad la derrota. Ya no hay que preocuparse por avivar ninguna llama imaginaria y sólo queda el recuerdo de lo que fuimos. Pasa en la vida sentimental, claro, aunque sucede también en la vida civil o en la política.
Yo estaba a punto de perder la fe en todos nosotros, pero la última dosis de esperanza me la ha procurado un chico de Ciudad Lineal. Se llama Gabriel y ha sacado en Madrid la calificación más alta de la EVAU, que son las siglas burocratizantes con las que ahora nos referimos a la Selectividad. Ha sacado casi todo dieces, tanto en la prueba concursal como en el Bachillerato. Y como los buenos toreros, se ha adornado con un desplante para engrandecer la dimensión de su gloria: la calificación más baja se la ha reservado para gimnasia, como queriéndonos advertir que lo del plinton y el balonmano nunca debería evaluarse. Un pequeño síntoma de mortalidad siempre engrandece a los héroes.
Más allá de sus excelentes calificaciones, hay dos hechos que nutren de una ética especial a esta historia. El primero de ellos es que Gabriel estudió en un instituto público, de esos en los que los bordes de las mesas están desportillados y en los que los inodoros, a veces, no tienen tapa. Esto habla de su extraordinario esfuerzo porque, para sacar la mejor nota, ha tenido que superar los resultados de compañeros que tuvieron un entorno más estimulante y hasta más bello. Y evidencia, además, un hecho incontrovertible: el denodado esfuerzo con el que sus profesores han sido capaces de acoger a un estudiante y elevarlo al máximo rango de exigencia.
La segunda noticia que redondea el perfil singularísimo del chico es que de entre todas las carreras ha decidido estudiar Filología Clásica. Otros jóvenes andarían acariciando estudios que los catapultaran a una carrera internacional o a creer que podrán fundar otra 'startup' en un garaje. Pero Gabriel no. Porque ha aprendido de los antiguos que todo se aprende imitando y él ha encontrado en sus profesores el mejor paradigma.
Como todos los buenos, Gabriel ha escogido el camino difícil. Cuando vaya al campus de la Complutense acabará descubriendo la escultura de Anna Hyatt Huntington. En ella se representa a un jinete desnudo y hercúleo que recoge, de otro compañero abatido y exhausto, la antorcha de la tradición. En un mundo que amenaza con agotarse reconforta comprobar que nos siguen adelantando Gabrieles dispuestos a portar la luz antigua y sagrada de la gran sabiduría. Enhorabuena, chaval. Por empollón y, sobre todo, porque eres un valiente.