«La ganadería está muy mal, aunque las chuletas estén caras en la carnicería»
Rufino es uno de los últimos pastores que sobrevive en la sierra de Madrid
A sus 74 años, Rufino sigue trabajando como antaño, de sol a sol cuidando de sus ovejas, como ha hecho durante toda su vida. Monte arriba y monte abajo. Pero ahora no lo hace por obligación o como una forma de ganarse la vida, es uno de los últimos pastores que quedan en la sierra de Madrid y que pastorea «por capricho», como él mismo reconoce. «Estoy jubilado —afirma—, pero sigo porque me gusta, soy pastor de pura cepa, aunque no tenga vacaciones, ni días de descanso, ni festivos, ni domingos... De las ovejas siempre hay que estar pendiente». Y todavía su salud y forma física se lo permiten. Por el valle de Lozoya se le ve vigilar cualquier día a sus 200 ovejas. «Cuando ya no pueda, tendré solo 40», dice.
Sigue disfrutando de su pasión, los montes y el ganado, pero tiene una espina clavada en el corazón: el temor de que sus experiencias y el buen hacer del pastoreo no pasen a otra generación. El oficio se quedaría en el olvido. «Y no tiene futuro. Cuando hablo a mis hijos de cómo se hacían antes las cosas no me escuchan y eso que también son ganaderos. El pastor se hace con la práctica, es un oficio que hay que mamarlo, no vale cualquiera, te tiene que gustar el campo y los animales».
Y lo dice por propia experiencia. Rufino comenzó en esto de las artes del pastoreo al lado de su padre cuando tenía seis años, allá por la década de los cuarenta. Nada que ver aquellos tiempos con estos. «Por las noches iba a una escuela privada a aprender las letras y los números, durante el día al monte», con las 400 cabras que eran el medio de subistencia de toda la familia, tíos incluidos. «Entonces se hacía la transhumancia —recuerda—. Bajábamos desde Lozoya por las cañadas hasta Villaverde. Embarcábamos en un tren hasta la Carolina y de ahí por el monte al puerto de Despeñaperros, donde las cabras pasaban el invierno, hasta abril o mayo, cuando íbamos a por ellas para traerlas otra vez al valle de Lozoya. Era muy exclavo. Íbamos con albarcas, no había los impermeables de ahora...».
Aunque con más comodidades, el pastoreo moderno sigue exigiendo dedicación de sol a sol. A las ocho de la mañana, Rufino ya abre las puertas de la nave donde tiene sus ovejas para darlas de comer. Después «a estirar las piernas», como dice, llueve, truene, nieve o caiga un sol abrasador... Y en primarvera y verano «todo el día con ellas en el monte». «La ganadería está muy mal, aunque las chuletas estén caras en la carnicería. Vivimos de las pocas subvenciones que nos dan, pero no es suficiente para mantener el ganado», se queja. Y eso si rezando para que los lobos que campan por la sierra madrileña no hagan de las suyas. El año pasado le mataron dos ovejas, en 2009 veinticinco. «Me cogieron desprevenido. Nunca he visto actuar a los lobos de esta manera. Atacan de día y a cualquier hora, están enseñados a la gente. Antes no era así, atacaban de noche».
«Tener un buen ganado y presumir de él es lo principal para el pastor»