sucesos
La «Cañada Real» de Móstoles: tráfico de drogas, reyertas a navajazos y robos
Más de 800 personas viven en la marginalidad de Las Sabinas, uno de los últimos poblados chabolistas de Madrid

Chabolas, coches abandonados, drogadictos, montones de basura, infraviviendas y, a los pies, un putrefacto río Guadarrama, propenso a desbordarse con las grandes lluvias. Así es el ambiente en el que habitan las más de 250 familias —cerca de 1.000 personas—, la mayoría de etnia gitana, que actualmente ocupan el poblado de las Sabinas. Semioculto en una de las salidas de la A-5, en Móstoles, a pocos metros del centro comercial Xanadú, solo es accesible por un estrecho y bacheado camino de tierra.
Una vez dentro, las ramificaciones son tan enrevesadas como largas. Aunque el camino suele estar flanqueado por viviendas, no resulta extraño hallar a los lados pequeños montones de basura apilados de manera caótica. A medida que se avanza, se pueden ver varios coches abandonados y recubiertos de tierra. Encima del salpicadero de uno de ellos se distingue un cráneo con el agujero que podría ser de una bala. En varias zonas hay colgados carteles que indican el nombre de la «calle», en algunos casos parece que con intención irónica (calle de la Generosidad, reza uno de los letreros). Menos en los niños, en las caras del resto de paseantes resulta fácil reconocer los estragos de la droga.
Cerradas por muros
En cualquier caso, lo que más llama la atención son las viviendas de esta otra «Cañada Real». Varias son auténticas chabolas formadas por trozos de madera y metal. Las más «lujosas» cuentan con muros de ladrillo, aunque varias tampoco parecen a salvo de un derrumbamiento repentino. Según cuenta un vecino, en su estrecho espacio vive hacinado junto a su mujer y sus cinco hijos. Como al resto, no les llega la electricidad ni el agua corriente. Eso sí, casi todas las propiedades están protegidas por muros o vallas. Estas suelen estar cerradas con cadenas y candados e incluso, en algún caso, recubiertas con alambre de espino.
Hay motivos de sobra para tales precauciones. Aunque otro de los residentes asegura que los que allí habitan son solo fruteros o vendedores de chatarra –«comemos como podemos»–, lo cierto es que el tráfico de droga y la violencia son el auténtico motor de la zona. Preguntado por las habituales peleas, en las que las navajas suelen salir a relucir, este vecino asegura que se trata de simples «enfrentamientos familiares» sin importancia.
Según destaca, para solucionar estas disputas existe la tradicional figura del patriarca, llamado Antonio, pero conocido en el lugar como «El Basura». Cuando se produce una reyerta, suya es la responsabilidad de impartir justicia, y sus sentencias tienen en el poblado la fuerza de una ley. Una decisión suya es suficente para que una familia tenga que abandonar su casa y no pueda volver a pisar la ciudad de Móstoles.
Sin embargo, en este infierno de droga y violencia existe también un oasis donde se respira una cierta paz. Se halla en la zona más alejada de la autopista, a varios metros del núcleo principal, donde habitan algunas familias y muchas personas mayores. De hecho, varios jóvenes huyeron de la «zona dura» a este espacio en busca de más tranquilidad. Según cuenta Victoria, jubilada, aquí no se producen enfrentamientos, ya que la Policía patrulla frecuentemente, pero algunas noches les llega el ruido de las peleas que se producen al otro lado. Aun así, a Antonio, otro vecino de la zona que no tiene otro lugar al que ir por falta de dinero, le da «pánico» que su hijo de 12 años continúe creciendo en este ambiente.