el garabato del torreón
Un vaso de leche
Cada uno encierra una vida de sujeción laboral sin horarios, sin pagas extra, sin vacaciones...
Los tractores rodearon estos días la muralla de Lugo, y algunos de los urbanitas que fuimos a ver la pacífica protesta de nuestros vecinos del campo no pudimos sustraernos a la metáfora de la esclavitud bimilenaria: la moderna maquinaria de la servidumbre agraria, aparcada en torno al gran monumento levantado por la gleba augustea.
En algunas cosas, el carro de la Historia parece moverse a velocidad de tortuga. A los sociólogos de brillantina y pelo cortado a la navaja, el campo gallego les sigue pareciendo un gran lienzo de Sotomayor, el maestro del costumbrismo rural, excepcional retratista de un campesinado amansado a fuerza de misas dominicales en el pazo de Mende y comidas de bodas en Bergantiños. Muchos políticos se han dejado contagiar por estas églogas al óleo y, en consecuencia, no acaban de ver tras las tractoradas de estos días más que la insaciable avaricia de unas gentes que disfrutan de un bucolismo pastoril rebosante de maquinaria carísima y sufragado por la pensión agraria de los abuelos y las subvenciones de la Unión Europea.
La política española se ha fraguado en cafeterías y reservados de hotel, y de ahí que los cofrades de la profesión sean unos zotes que se limitan a levantar el dedo. Para toda esta caterva, la leche es un líquido que se fabrica a base de disolver en agua polvos de talco y vitamina A. De las vacas tienen una idea remota y poética, como de una pacífica zoología rumiante susceptible de ser convertida en sustancia culinaria (el solomillo de vaca con glaseado de mostaza, del que hablan los ferranadriá) o literaria (pongamos la Cordera de Clarín). De modo que es muy difícil hacer entender a esta gente cuánto le cuesta al ganadero, en tiempo y en dinero, producir ese vaso de leche que ellos se desayunan mientras le echan un vistazo a las obscenidades del BOE o del DOG. Pero la realidad es que en cada vaso de leche se encierra una vida de sujeción laboral sin horarios, sin pagas extra, sin vacaciones y con ese abuso mercantilista dictado desde Bruselas, que fija precios y cantidades con la misma indiferencia que los cómitres de galeras marcaban la boga de los galeotes. Y todo, por veinte céntimos el litro.
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