Aquellos ingenuos caciques

Cualquier cacique de la vieja estirpe consideraría un ultraje que alguien tratase de pagarle un favor con algo más que un par de capones en Navidad

juan soto

Van ahora 75 años de la muerte de Pepe Benito, el legendario cacique lugués capaz de «sacar diputados como buñuelos» (lo escribió en ABC Hermida Balado), a quien Fole dedicó un responso lorquista (¡Ay, Ford de las actas dobles, / mago del puesto corrido!) y a quien Manuel María retrató como «home agudísimo, cunha retranca moi do país e nada rencoroso».

Comparado con los actuales saqueadores políticos y sindicales, Pepe Benito, que presidió la Diputación de Lugo durante veinte años y que desde su despacho de abogado removía cargos de no demasiado calado, sería considerado poco más que un mequetrefe. Y quien dice Pepe Benito dice los grandes cacicotes de Galicia: Bugallal, Riestra, Montero Ríos... Unos ingenuos sin mañas ni estómago para robar por cualquiera de los procedimientos practicados hoy por aquellos que, en palabras de Fernández Liñares, paradigma de golfo cazurro, desempeñan funciones de «gestores de la cercanía».

La red clientelar de Pepe Benito era una malla sin zurcir al lado de las tejidas por Cacharro o por Baltar. Su nepotismo, oposiciones libres al lado de los cientos de asesores que los actuales carguiños locales, provinciales y autonómicos enchufan a dedo, entresacados de entre hermanos, novias, primos y cuñados.

Cualquier cacique de la vieja estirpe consideraría un ultraje que alguien tratase de pagarle un favor con algo más que un par de capones en Navidad. En cuestión de dinero contante y sonante, a todos ellos el ejercicio de la política les reportó muchos gastos y ningún beneficio. En cualquier familia medianamente acomodada, el que un hijo se dedicase a la política se consideraba una desgracia, porque se temía, y con razón, que tal ocupación pondría en grave riesgo el bienestar económico de los suyos.

Aquel Pepe Benito, aquellos otros pepebenitos que dio la provincia de Lugo (tal vez el último Antonio Rosón) se sentirían víctimas de una gravísima afrenta si la Historia los metiese en el mismo cajón que a los bribones de las tarjetas negras, tipos de la catadura de Méndez o Fernández Gayoso, el caco Fernández Villa o a los integrantes de la banda de los Pujol. «Nosotros —dirían justamente indignados— somos caciques, pero no sinvergüenzas». Y a ver quién se atrevía a discutirlo.

Aquellos ingenuos caciques

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