opinión

El caso Piqué

Como personaje público, Piqué se ha comportado como un bocazas inoportuno y maleducado, celebrando sus victorias con revanchismo infantiloide, o con simple grosería cretina

CARLOS MARZAL

El fútbol es un asunto de extrema importancia, desde todos los puntos de vista. Como fenómeno sociológico, como rito de cohesión universal de las colectividades, como herramienta metafísica (puesto que consiste en un glorioso «pasatiempo», en el sentido trascendente de la palabra: algo que ayuda a sobrellevar los estragos que el tiempo causa en nosotros), como instrumento de recuperación de la infancia perdida, como artefacto de placer visual.

Lo más parecido a la tragedia clásica griega, al teatro de Esquilo y Sófocles, de Aristófanes y Eurípides, es el fútbol tal y como hoy lo conocemos. La «catarsis», es decir, la purgación de nuestras pasiones mediante lo que sucede en la representación (el apartamiento, por instantes, de nuestros fantasmas, de nuestras obsesiones, de nuestros pánicos) sólo se produce en el estadio (y a veces, de forma más moderada, en las salas de cine). Lo más parecido a un antiguo griego es un espectador de fútbol: el individuo conmovido que grita, sufre, llora, ríe, canta, y, durante el tiempo que dura el espectáculo, aparta de sí algunos de sus tormentos.

Tengo la sospecha de que la ola de corrección sentimental que nos invade quiere privar al público, en nombre de una causa general de naturaleza superior, de uno de sus derechos obvios: aplaudir o silbar a un jugador en concreto, según el trabajo que realiza o las simpatías que despierta. En todos los telediarios, a la hora de realizar declaraciones, los jugadores de la selección española de fútbol aleccionan a la hinchada con la consabida cantinela de que silbar a un jugador es silbarles a todos. Nada más lejos de la verdad (aunque sea molesto para los demás el hecho de escuchar abucheos con nombre y apellidos).

Como personaje público, Piqué se ha comportado como un bocazas inoportuno y maleducado, celebrando sus victorias con revanchismo infantiloide, o con simple grosería cretina (recordemos el episodio en que escupió a Pedro Cortés por la espalda, durante la celebración en Madrid, después de ganar el mundial). Las veces en que ha podido arreglar las cosas, comportándose con templanza, ha empeorado siempre el asunto, al apelar al tan adolescente imperativo del carácter: Yo soy así y no me vais a cambiar. Con la guardia urbana de Barcelona se mostró como un niñato prepotente, que consideraba inconcebible el ser multado según las normas del código de circulación, que sí afectan al común de los mortales. En el túnel de vestuarios, durante alguno de los últimos enfrentamientos coperos frente al Madrid, parece ser que ha animado a los rivales a hacer, con la «Copita de vuestro Rey», lo que suele hacerse con los supositorios. Etcétera.

Si hay un personaje antipático en el fútbol español (al que pertenece por necesidades burocráticas, por ventajas deportivas y por estimulantes recompensas económicas, pero no por convicciones sentimentales, que tan de moda están en Cataluña); si hay un individuo indigesto corriendo por los campos de la Liga, ese es Gerard Piqué.

Nunca silbo ni abucheo a ningún jugador de fútbol. Sólo aplaudo o dejo de hacerlo. Jugar al fútbol es muy difícil. Llegar a Primera División es más complicado que trabajar en la NASA. Pero basta ya de buenrollismo. No se puede querer a quien no quiere que lo quieran. No se puede querer a quien no se lo merece.

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