HOTEL DEL UNIVERSO
Bestiario mueble: licuadora
«No me parece adecuado colgar en la cocina una litografía barroca»
Desde hace años escribo, de manera esporádica , dejando que se escriba solo, sin sistema ninguno, un «Bestiario mueble», que consiste en un análisis científico y riguroso del universo objetual más cercano. Se trata –para entendernos– de una Historia Abreviada de la Humanidad , a través de las cosas. Me produce gran tristeza que nadie dedique su atención a los cachivaches, a los trastos, a los artilugios que nos sirven con tanto cariño y eficacia. Me conmueve nuestra prole matérica: lo mismo una tuerca que un ordenador, igual un viejo tocadiscos que un cepillo de dientes o un portaaviones.
Uno de los objetos que ha despertado desde siempre mi curiosidad perpleja es la licuadora, tal vez el más bello e inútil de los electrodomésticos del hombre . Aún no he averiguado si es más inútil que bello, o viceversa, por más que lo estudio. Sin embargo, considero que todo hogar español que se precie (e incluso de cualquier otra nacionalidad) debe poseer su licuadora, a ser posible expuesta a las visitas sobre la encimera de mármol o silestone de la cocina. Como tantos otros objetos cotidianos –los rizadores de pestañas, los podómetros, los cortadores de fruta en forma de cubo–, las licuadoras no sirven para nada en absoluto, más allá de su definición . Por eso resultan tan atractivos para las mentes artísticas y soñadoras, hasta el extremo de volverse imprescindibles.
Las licuadoras son electrodomésticos de naturaleza moral, diseñados para que los nihilistas se convenzan a menudo de que el universo es un artefacto azaroso y sin remedio. Constituyen el equivalente tecnológico de la clásica calavera con la que el anacoreta adquiría antiguamente la certidumbre, en la soledad del desierto, de que la existencia era una ilusión fugaz, y de que toda acción resultaba absurda. Me explicaré.
Compramos licuadoras movidos por arrebatos de optimismo. Pensamos que es preciso imprimir un cambio de rumbo en nuestras vidas , y, como somos lo que comemos, nos juramos desde mañana cambiar nuestra alimentación y volvernos lo más mediterráneamente equilibrados de lo que seamos capaces. De manera que compramos una licuadora, y durante tres o cuatro días ingerimos zumos en donde mezclamos de manera suicida manzanas, remolachas, limones, apio, plátanos de Canarias, coles de Bruselas, jengibre, melocotones en almíbar, kiwis verdes y amarillos , nísperos, acelgas. Todo junto y con piel, por sus beneficios vitamínicos. El efecto consecuente de nuestra frivolidad combinatoria es el que se conoce, entre los especialistas en medicina interna, como «debacle peristáltica».
Al cabo de un tiempo de practicar la coctelería hortofrutícola, el comprador de licuadoras se dice: ¿Qué hago yo aquí, pobre insensato, flagelándome el aparato digestivo? Entonces, el «homo clientelar» comprende que sus esperanzas de regeneración a través de los menús hipocalóricos son vanas. No sólo ha de beberse sus mejunjes, sino que está obligado a limpiar el aparato cada vez que lo usa, indecoroso de pulpas, pieles y semillas. De modo que el propietario padece una revelación, se da cuenta de cómo pasan las glorias del mundo, y decide colocar la licuadora en la cocina como escultura doméstica y advertencia metafísica.
No me parece adecuado colgar en la cocina una litografía barroca, una de esas con arzobispos difuntos y gusanos voraces que se los meriendan. Para memento de los desengaños, ya tengo mi licuadora.