hotel del universo

El mundo huele

«En el último de mis recuentos, he calculado que tengo treinta o cuarenta millones más de células olfativas que el resto»

carlos marzal

Me imagino que esta ocurrencia tendrá su base científica, porque parece claro que existe base científica para casi todo. Lo mismo para que nos guste el chocolate como para que no cerremos las botellas de gel que dejamos en el borde de la bañera. Igual para poseer habilidades matemáticas como para que sintamos predilección por los nativos de Algeciras, pongamos por caso. El cerebro, con sus chispazos bioquímicos, tiene razones para cada acontecimiento que sucede en este mundo.

Mi intuición es la siguiente: en cada uno de nosotros hay un sentido que predomina sobre los demás, al margen de la preeminencia genérica que unos sentidos tengan sobre otros. Aunque la vista sea un sentido más importante que el gusto, desde un criterio objetivo, el gusto, en nosotros, puede disponer de una agudeza comparativamente mayor. Para explicarlo de una manera técnica: creo que el cerebro, a partir de cierta edad, descuelga el teléfono, marca un número y establece una conversación hormonal de naturaleza íntima con el cuerpo. Escucha –dice el cerebro a su subordinado-, querido, tú has nacido más para saborear que para mirar, de manera que no te esfuerces en coleccionar puestas de sol ni óleos expresionistas, porque lo tuyo son los corpúsculos gustativos y los jugos gástricos. Después de esa conversación de hombre a hombre, los científicos ponen denominación técnica al asunto y llaman “hipergeusia” al fenómeno de diferenciar los sabores de manera extremada.

Soy una criatura olfativa, pituitaria. En el último de mis recuentos, he calculado que tengo treinta o cuarenta millones más de células olfativas que el resto de la gente, y he comprobado que esas células tienen más filamentos sensoriales de lo normal. Por eso el olfato es mi sentido rector, y por eso me veo empujado a analizar a toda hora los compuestos químicos volátiles con los que tropiezo.

El mundo huele, todos las cosas huelen, cada individuo con su aroma particular. No descenderemos en este momento a juzgar dichos olores. Los juicios acerca de cómo son los olores huelen a moralidad de sacristía. Huelen las ciudades, y las fundas de las gafas, y los ascensores, y las aulas, y la tiza de las aulas, y los plásticos, y los vehículos, y los bolsos de las mujeres, y los alientos, y la tinta china, y el forro de las chaquetas. Todo huele. La condición adulta estriba en haber desarrollado un sistema propio de catalogación olfativa, porque los niños son poco sutiles para diferenciar los olores.

Mis cábalas para entretenerme durante las duermevelas son olfativas. ¿Cómo olerán los agujeros negros? ¿A qué olería la habitación de Cervantes, cuando escribía la segunda parte del Quijote? Y el circo romano, ¿a qué olería, en especial, además de a tigre?

Me figuro que tengo, como hombre, más parte de perro que la media humana. Sospecho que nos besamos como aparente muestra de saludo, pero que la verdadera razón de hacerlo es que perseguimos olernos. Nos esnifamos los unos a los otros, para establecer patrones y coeficientes de análisis. El mundo huele. Incluso a rosas.

El mundo huele

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