EN TERCERA PERSONA
Crimen y castigo
«Un país en el que la policía detiene al jefe de la policía es un país que goza de una democracia envidiable»
Un país en el que la policía detiene al jefe de la policía es un país que goza de una democracia envidiable. Y es que, ante la avalancha repugnante de casos de corrupción, muchos podían llegar a pensar que vivíamos en una república bananera en la que los políticos disfrutaban de un impunidad total pero nada más lejos de la realidad. La justicia era lenta pero segura.
La mejor prueba de ello la constituían los numerosos políticos que estaban en la cárcel o habían pasado por ella. Los primeros en entrar fueron, nada más y nada menos, que un ministro de Interior (José Barrionuevo) y un secretario de Estado de Seguridad (Rafael Vera) condenados por haber organizado una banda criminal. A partir de entonces, los cargos públicos que habían ingresado en la cárcel afectaban a todo el escalafón político. En estos momentos, estaban en prisión alcaldes como Julián Muñoz, presidentes de la Diputación, como Carlos Fabra, presidentes de consejos insulares, como María Antonia Munar, consejeros de autonomías, como Francisco Granados, y presidentes autonómicos y ministros como Jaume Matas.
El alto grado de corrupción de nuestros dirigentes era algo preocupante. Estaba claro que los políticos no eran seres extraterrestres procedentes de otros planetas sino que provenían de una sociedad en la que la picaresca estaba muy enraizada. De hecho, España era el único país del mundo que tenía un género novelesco en el que el pícaro era el héroe protagonista de una serie de aventuras en la que la conducta moral de ese individuo dejaba mucho que desear. Una actitud que estaba extendida en todos los ámbitos de la sociedad como en el taxista que daba diez vueltas a un turista japonés para cobrarle más cara la carrera, el camarero que echaba mano a la caja registradora o el cliente que se callaba cuando en la cuenta de un restaurante se olvidaban de cobrar alguna consumición. Todo eso también era corrupción.
Pero lo verdaderamente preocupante sería que los casos de corrupción de nuestros gobernantes quedaran sin castigo, pues la impunidad era la verdadera enemiga de la justicia y de la democracia. Algo que, a la luz de los hechos, era evidente que no pasaba en España.