HOTEL DEL UNIVERSO
Las alas negras
«La experiencia de nuestra propia muerte será lo único que no formará parte de nuestra experiencia»
La mayor parte de lo que sabemos acerca de la muerte consiste en lo que ignoramos de ella. Nuestras conjeturas, nuestras suposiciones, equivalen en este asunto a nuestras certidumbres. Y eso es todo.
La muerte propia –lo dijo aquel escritor vienés, empeñado en interpretar los laberintos de la mente– resulta inconcebible. Parece razonable afirmar que la experiencia de nuestra propia muerte será lo único que no formará parte de nuestra experiencia. Al menos de nuestra experiencia tal y como la consideramos desde este lado del espejo. La muerte significa siempre la muerte de los demás: ellos son los que se mueren, hasta que nos morimos nosotros. De manera que nuestro conocimiento se limita al roce de sus alas. Las alas negras.
Como aquella vez, siendo adolescentes, en que nos fuimos todos los amigos a Cuenca, a casa de un compañero, para pasar un fin de semana a lo grande. Nuestro amigo tenía una casa de venta de motos, un taller mecánico, y corría por aquel entonces el campeonato de España de 250cc. Cuando llegamos a Cuenca, fuimos al taller. Su moto de calle más reciente era una Yamaha 1000. Todos queríamos probarla, yo el primero, pero Quico Ruiz se me adelantó. Salimos a probarla por la carretera: Quico iba delante, y nosotros en un coche, siguiéndolo. En una de las primeras curvas, Quico se salió de la carretera y se mató.
O en aquella ocasión, cuando niño, durante una mañana de playa. Estábamos en el balneario de Las arenas, en Valencia. Yo iba con mi hermano mayor y sus amigos. Acabábamos de salir del agua, descalzos. Alborotando corrimos hacia la zona de los recreativos, para jugar a la máquina, una de aquellas viejas pinballs que golpeábamos con las palmas de las manos hasta hacernos heridas, para conseguir partida gratis. Había una máquina libre entre la hilera de máquinas en funcionamiento. Estaba desconectada. Un desconocido algo mayor se nos adelantó y trató de enchufarla: iba descalzo y empapado. Nosotros también. Una descarga eléctrica lo mató allí mismo, ante nuestros ojos, y en el aire quedó un fuerte olor a pollo quemado.
O en aquella excursión para ascender por caminos de montaña hasta la cima del castillo árabe de Serra. Lo recuerdo como si fuese un sueño, pero sucedió, porque todavía lo cuenta mi tío Paco cuando le da la sobremesa narrativa. Él fue el guía de la caminata veraniega. Yo era un niño, y decidieron dejarme en casa, para que no fuese un estorbo. Llevaba semanas soñando con la aventura, y no he podido recuperarme jamás de aquella decepción: de hecho, mi tío Paco, a quien adoro, ya nunca pudo dejar de ser Aquel que no me llevó al castillo de Serra. En la ascensión, una tormenta eléctrica sorprendió al grupo, y un rayo mató a dos de los excursionistas. Dijeron que la cadena del reloj y los anillos que llevaban se habían fundido por debajo de la piel.
En fin: el roce de las alas. Las alas negras. Hasta que un día ya no nos rozan. Y entonces es otro el que escribe su experiencia acerca del roce de las alas. Las alas negras.