en tercera persona
Ante el sufrimiento ajeno
La manera en que el ser humano reaccionaba ante el sufrimiento ajeno era algo que siempre había despertado su interés, una tema al que le dedicaba tiempo sin que fuera capaz de llegar a ninguna conclusión. Por un lado, había desgracias que encogían el alma independientemente del lugar en el que ocurrían. Se había estremecido de igual forma con la paliza que un joven de 17 años había dado a su novia en el portal de su casa de Carcaixent, que con las violaciones del pederasta de Ciudad Lineal en Madrid o con el secuestro de 300 niñas por el grupo terrorista Boko Haram en Nigeria. Sin embargo, había sufrimientos que quizás por lejanos y anónimos nos hacían menos mella.
Es lo que algunos llamaban efecto vacuna. La gente ya se había inmunizado ante una serie de catástrofes que solían ocurrir de forma periódica como eran los terremotos, tifones, inundaciones o epidemias que tenían lugar en ese amplio espacio denominado el Tercer Mundo. La última de estas desgracias había ocurrido en el Nepal. Se enteró, como tantas veces, por medio de la televisión. La noticia comenzó narrando que una tormenta de nieve había acabado con la vida de 27 montañistas. La tristeza que sintió al principio se alivió cuando escuchó que no se encontraba ningún español entre los fallecidos pero, de inmediato, sintió de nuevo un raro estremecimiento diferente al primero. Se trataba de un sentimiento de culpa por el alivio experimentado al conocer que no había ningún español. ¿Y qué más da?, se preguntó. Si los fallecidos hubieran sido españoles, seguramente tampoco los hubiera conocido (no tenía montañeros entre sus amistades). El hecho es que habían fallecido seres humanos que tenían familias, padres, posiblemente hijos, y toda una vida por delante. Igual que los miles de africanos que habían muerto por el virus del Ébola en África. Algo que solo comenzó a preocuparle cuando los fallecidos comenzaron a hacerlo lejos de ese cajón de sastre llamado Tercer Mundo.
Tras mucho darle vueltas al asunto, concluyó que tan solo le quedaban dos opciones: ver a todos los seres humanos de forma igual o apagar el televisor a la hora de las noticias.