El veterano

Cuando agoniza septiembre, muchos jóvenes se disponen a dar ese salto intelectual -y personal- que supone cambiar la calidez del viejo colegio o instituto por el anonimato de la inclemente universidad. Ese salto, aunque ilusionante casi siempre, no suele ser fácil. Todo huele a novedad en los primeros días y al novato le inunda una rara sensación de libertad, igualdad y fraternidad. A la universidad, superada la navaja del «numerus clausus», cuando toca, uno llega con el contador a cero, expectante, lleno de anhelos y seguro de estar dando los primeros pasos de un prometedor futuro. El desembarco suele ser también proceloso: nuevos profesores, nuevas asignaturas, nuevas rutinas y nuevos compañeros y compañeras -aquí sí es precisa la precisión, y no por ser políticamente imbécil, sino porque el sexo contrario empieza a tener mucha importancia-. Y en ese tiempo, cuando octubre se asoma a la puerta, se hace presente un espécimen único, un bodoque a medio camino entre la oligofrenia y la memez, una suerte de macho alfa de la manada capitidisminuida: se trata, queridos amigos del hombre y la tierra, del «veterano».

El veterano suele habitar en colegios mayores o en residencias universitarias. Es de hábitos mayoritariamente nocturnos y, por lo general, poco brillante; o si brillante, también malvado. Tampoco suele tener madera ingénita de líder, sino que el gregarismo de sus semejantes lo encumbra y, amparado en la manada, aprovecha la indefensión y soledad del novato para humillarlo, vejarlo y hacerle pasar por un trance a veces tan salvaje y anormal como el que ha dado con cinco universitarios leoneses en el hospital por coma etílico. Un servidor no ha entendido nunca estas prácticas -tampoco la de esos novios ridiculizados en sus despedidas... por sus propios «amigos»-, pero, en cualquier caso, una cosa es una novatada y otra una salvajada que pueda poner en riesgo la vida de las personas. La veteranía es un grado, pero no alcohólico, ¡tontoelhaba!