Revolución cultural

Que la Cultura es un bien intangible, resulta una afirmación exagerada, para los que se dedican a la cosa pública y los eficientistas, pero desde tiempo inmemorial se la protege y sus artífices disfrutan de los distintos mecenazgos que se han sucedido en la historia. Ahora les corresponde a las administraciones y entidades mercantiles fomentarla, preservarla, difundirla, y en el caso de los poderes públicos sin caprichos, actividades de florero, presión u orientación ideológica (y menos política) o sometimiento a vaivenes de gobiernos. Es ésta una asignatura pendiente de la democracia que, heredando tics de la dictadura, contamina la Cultura y la utiliza.

En el inicio de una legislatura, existe la tentación de cambios en la gestión cultural por la renovación de altos cargos del mismo u otro partido, y movimientos en las múltiples fundaciones culturales. Sin embargo, debería ser el tiempo para contrastar si las segundas han cumplido objetivos, si resultan adecuados para servir a la Cultura y no servirse de ella, y para estudiar la representatividad de los patronos (social, intelectual, artística, disminuyendo el político). Es tiempo también para examinar la gestión y promover la continuidad o cese en función de resultados, no de afinidades y carnet (quedaría por resolver el caso de los funcionarios, pero fórmulas hay). También debería ser el momento para poner al frente de entidades culturales a los más capaces mediante un código de buenas prácticas, ligado a un concurso abierto, un tribunal independiente, un contrato programa y con una limitación temporal no ligada a la cadencia de las legislaturas. Esta fórmula dinamizaría la Cultura y el político dejaría de verla como su cortijo personal manejado con dinero público.