Castelo, querido

Poco puede aportar esta humilde columna a las elogiosas y justas palabras que han dedicado tantos a la figura humana, periodística y poética de José Miguel Santiago Castelo. Pero no por ello, quien suscribe quiere dejar de rendir su pequeño tributo a un enorme periodista, a un inmenso e intenso poeta y a una excepcional persona. El destino, una de cuyas vocaciones frustradas es la de ingeniero de caminos, quiso que hace una década y media los nuestros confluyeran. Fue una de esas azarosas circunstancias que hacen que la vida tome un rumbo inesperado. De aquel primer encuentro el más favorecido fue sin duda un servidor, que se llevó el regalo de unas «hojas cubanas» (poemas de alta alcurnia), una invitación para conocer Granja de Torrehermosa y, sobre todo, la honra de una amistad sincera y sin doblez.

Tenía Santiago Castelo la voz robusta y el acento con un punto de morriña extremeña, a pesar de haber pasado más de la mitad de su vida en Madrid. En el tú a tú era un maestro de ese humanismo que tanto practicó personal y profesionalmente. Sus saludos siempre comenzaban con un «¿cómo estás, querido? que te entrañaba. Y en cualquier circunstancia su bonhomía se transformaba en un viento a favor reconfortante. La última vez que hablamos fue para felicitarle por uno de esos magníficos artículos que hacían -y hacen- de la hemeroteca de ABC un soberbio libro de historia. No hablamos de su enfermedad, aunque había algo en sus palabras que inquietaba.

No hubo después ocasión para la despedida. La muerte, siempre inoportuna, quiso escribir demasiado pronto el obituario de quien fuera el más cordobés de los poetas extremeños, el más ilustre de los hijos de la Granja de Torrehermosa y uno de los más fieles hombres y periodistas de la historia de este diario. Hasta siempre, querido.