No somos nadie
Adiós, amigo
ABC está de luto. Hoy domingo quiero olvidarme, por un ratico, del caos y de la decepción constante de la política para sumarme a la irreparable pérdida que ha supuesto la muerte de José Miguel Santiago Castelo. Con él decimos adiós a una forma cercana de hacer periodismo y, sobre todo –como han repetido aquí ayer sábado otros muchos compañeros del periódico–, una maravillosa fórmula de hacer amigos. ¿Qué cómo lo hacía de Madrid a Castilla y León? Nadie lo sabe a ciencia cierta pero, sin ser metafísico, Castelo solía hacer gala de este principio aristotélico: que en toda relación amistosa «existe un alma que habita en dos cuerpos, y al mismo tiempo un corazón que habita en dos almas».
Este principio lo llevó a rajatabla desde el primer instante que lo conocí, hace ahora tantos años que ya ni recuerdo porque, sencillamente, me parece prehistoria. Cualquier llamada telefónica suya se convertía en un jaleo de vitalidad contagiosa. Jamás una inconveniencia, ninguna palabra en demasía o deshilachada. Siempre se ajustaba a un torrente de voz que transcurría por un cauce de gratas sonoridades. «Oye, niño, que tengo espías. Sé que has pasado por Madrid y que has comido cabrito en la Casa de Extremadura». Llevaba una lista pormenorizada de todos los gustos para que la amistad discurriera al modo guilleniano: como si el resto de las cosas se perdieran en una tupida selva.
Y así en todos los detalles de la vida. Hace ahora 21 años, concedieron a Jiménez Lozano el premio Luca de Tena. Acompañé al Maestro a la sede de ABC. Como no teníamos esmoquin –y seguimos sin él–, nos presentamos tan guapos con traje oscuro y corbata. Castelo en la puerta nos echó el alto: «Como ya no hay remedio y ABC no es ninguna sucursal de Cornejo, adelante». La cosa se puso seria a la hora de acoplarme en medio de tanta elegancia: «¡A ver, Antoñito, con quién te emparejo y pasas desapercibido!». Y hecho. Se cruzó en el camino Emilio Alonso Manglano –entonces Jefe de los espías y con un caso mediático endemoniado–, y no lo pensó dos veces. Se armó la marimorena: todas las miradas, fotos y cuchicheos nos señalaron con un interrogante de Madrid a Nueva York.
Ignoro –top secret– si Castelo ha dejado redactadas sus memorias o, simplemente, no existen. Una pena porque serían sustanciosas, divertidísimas, y también muy comprometidas. Sólo el capítulo cubano, que compartimos de algún modo –y me refiero en concreto a Dulce María Loynaz, al régimen, y al delicado equilibrio diplomático e informativo–, nos descubriría la faceta de una personalidad libre y tan cercana que era capaz de renunciar a sus propias ambiciones. Era un periodista de tomo y lomo que sacaba de las noticias y de los hechos conclusiones poéticas. Rara avis, por tanto, situado en el fiel de las auténticas amistades cervantinas: que «nadie las puede turbar». Adiós, amigo.