al pairo
André Nilsson
La primera vez que vi a aquel tipo con aspecto a medio camino entre el vikingo fino y el diseñador de muebles ultramodernos iba caminando, bien de mañana, hacia el Pinar de Simancas. Llamaba la atención porque el genotipo no era muy propio del lugar, pero mucho más si cabe porque, armado con una suerte de estilete y una bolsa de supermercado, iba recogiendo los plásticos, las latas, las inmundicias y la porquería que otras ¿personas? habían ido tirando al suelo sin la menor consideración. Pensé que era una actitud poco frecuente y menos aún vista por estos lares. Aquí al personal, lo público, lo común, lo de todos -que es además lo que pagamos entre todos- se la trae floja. Supongo que a alguien con la educación del nórdico paseante se le caerán los palos del sombrajo ante tamaña falta de respeto no solo hacia la naturaleza, sino también hacia el resto de sus congéneres.
Desde entonces, me he cruzado muchas veces con el vikingo de ejemplar conducta y otras tantas le he visto haciendo lo mismo: cuidar personalmente lo que no es propiedad suya (o no sólo suya, matiz bien importante en el caso que nos ocupa). Eso y alguna que otra afición compartida han hecho que naciera la amistad entre André Nilsson, así se llama el vikingo, y quien esto suscribe. Y cada vez que me cruzo con él, bien de mañana, camino del pinar, le indico a mi hijo mayor que se fije en André y en el ejemplo que da con su proceder. A estas alturas uno no puede negar que se siente orgulloso de ser español, pero también que a veces le gustaría hacerse sueco, que no es lo mismo que hacerse el sueco cuando hablamos de respetar la naturaleza y a los demás.