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Un infierno acuático y un infierno terrestre
Julio Llamazares traza un emotivo viaje de vuelta al pantano del Porma, en «Distintas formas de mirar el agua», con una familia desterrada por el embalse
Ángel Basanta ha señalado cómo el título de esta última novela de Julio Llamazares es un endecasílabo que anticipa el estilo del novela lírica de Distintas formas de mirar el agua. Lírica en la belleza de su forma, pero trágica para los personajes mayores, especialmente para Domingo y Virginia. En 1968 el embalse del Porma cubrió diversos pueblos leoneses, entre ellos Ferreras, de donde Domingo y Virginia, los protagonistas, tuvieron que emigrar. Huían de un infierno acuático, las aguas destructoras del pantano, y llegaban para rehacer su vida a un infierno terrestre, Cascón de la Nava, un pueblo de la colonización franquista, asentado, curiosamente, en los terrenos rescatados con la desecación de una laguna.
Al pantano destructor vuelven los dieciséis miembros de la familia de Domingo, el patriarca, para depositar sus cenizas. Domingo no ha querido volver a visitar las aguas del pantano, pero ha pedido que sus cenizas descansen en el fondo de las aguas: no hay para él mejor forma de descansar para siempre. En la ceremonia, el grupo familiar se transforma en una crónica coral momentánea de diferentes formas de ver la vida. Comparten una escena trascendental pero para ellos los recuerdos y el escenario carecen de vinculación afectiva.
Sólo Virginia, la esposa, y Agustín, un hijo deficiente, recuperan los verdaderos recuerdos: «Así que dejamos un pueblo hundido- confiesa Virginia- y nos establecimos en otro nuevo que navegaba en la indefinición». Mediado su monólogo, recuerda : «¿por qué desde el primer día me dijo, cuando todavía estaba lleno de fuerzas y la muerte era una idea muy remota (…) que, cuando falleciera, lo trajéramos aquí?» (p.18). Agustín, en su sensibilidad primaria, responde a esa pregunta al evocar a su padre: «La forma de mirar el agua me la enseñó él también. Él me lo enseñaba todo». Y así lo recuerda: «Él lo sabía todo del agua, y del aire y de la tierra…». Sólo Agustín acompañará a su padre porque sólo él puede relacionarse, a través del agua. Los demás olvidarán la escena y al padre. Terminada la ceremonia, arrojará «la piedra que traje de la laguna para que mi padre nunca se olvide de dónde estoy y de dónde tiene su casa».
No es extraña la observación del «Automovilista» de la última secuencia: «Deben de ser turistas. Por las matrículas de sus coches». Todos se van, pero para el lector permanece un sentimiento de honda nostalgia; la que brota de unas páginas de belleza sobrecogedora, que evocan ese pasado que los tiempos modernos, en su ignorancia, no saben apreciar.