José María Hernández

Nos conocimos en el año 2001, hace ya la friolera de catorce años. Y parece que fue ayer. Me lo presentaron como un hombre proveniente del mundo técnico, del mundo científico, allegado a los Servicios Sociales desde hacía tiempo y al Partido Popular más recientemente. En el fondo, José María Hernández pasó ese día a ser una de las caras habituales en la oficialidad de vida que llevábamos un numeroso grupo de personas en Valladolid.

Amabilidad en las formas, sobrio en las decisiones. Aunque su origen salmantino le marcaba, lo cierto es que Palencia y sus gentes le arrebataron el corazón y la pasión. Delegado de la Junta allí, obtuvo su auténtico doctorado en municipalismo y «rurarología» cum laude al ser elegido presidente de la Diputación palentina. Ambos dejamos de tener contacto habitual. Tú a Palencia y yo a Ponferrada, pasando por Madrid que no es precisamente Nueva York. Gracias a José Luis Martín volvimos a contactar. Me felicitaste por el artículo sobre la defensa de las diputaciones, esas instituciones garantes de los pequeños pueblos, esas islas de vida en el inmenso mar de Castilla y León por las que te entregabas en los últimos años a destajo. Si existiera el perfil de castellano y leonés, tú lo representabas como nadie pues hermanaste en tu figura provincias, comprendiste la esencia arcana de estas tierras que, en su individualidad, saben estar a la altura en los momentos históricos pensando y actuando como una sola patria.

Nos quedó la comida pendiente para hablar de estos temas. De lo mucho que puede dar de ejemplo Castilla y León al concierto de concepción estatal, incluso al calco que en Europa podría realizarse si los intereses de las grandes compañías financieras dejasen a los hombres de ideas, trabajo y corazón. Sí, corazón, ese mismo músculo que te falló no por falta de fuerza, de capacidad, sino por una maldita infección.