No somos nadie
Que no vuelva
Tal cual, cito aquí la durísima expresión de una víctima del terrorismo de Castilla y León que, ante la cita de Rajoy hoy en París en contra del terrorismo y en apoyo de las víctimas, me lanzó ayer a la mandíbula: «Estamos hartos de farsantes. Que vaya, sí, pero que no vuelva». Hombre –le repliqué–, no hay que ser tan drástico porque... Pero no pude terminar el razonamiento. Lanzó tal sima de argumentos con peso que me quedé paralizado en el hondón de la miseria. Me callo las expresiones más crueles porque, honradamente, pienso que hay que plantar cara y acudir a este tipo de manifestaciones, ya que lo cortés no quita lo valiente. Aunque llamar a Rajoy valiente por mera cortesía es como nombrar la vil cuesta de enero remendón que por la mañana pone cara de perro y por la tarde culo de ratón.
En política hispana, y en cuestión de terrorismo, los valientes y el buen vino han sido siempre tan raros que en la práctica no existen. Así que, contradecir a una víctima –y sobre todo si es de Castilla y León– equivale a pisar la espoleta de una mina: un peligro de explosiones sistemáticas y en cadena. La política de Rajoy con esas víctimas –la historia lo juzgará con dureza– ha sido de un entreguismo irreverente y vergonzoso. Etarras, asesinos y demás ralea, parecen la debilidad de un gobierno en descomposición que se inventa prevaricaciones a la carta: Bolinaga de chupitos y sus muertos al hoyo de las negociaciones ultrajantes.
Pero la voladura más letal de este gallego a la causa de las víctimas, que hoy desfilará como Napoleón en los Campos Elíseos, tiene un nombre técnico en derribos que –con sus matices, claro está– se impuso con los trenes de la ignominia en la II Guerra Mundial: el confinamiento. El confinamiento de las víctimas españolas –convertidas en apéndices de un gobierno de onanistas–, y la victoria mediática de los asesinos –reconvertidos unos y otros en progresismo de estado–, pesan tanto sobre el elector que a estas alturas las cuentas le importan un carajo. La única regla que se hace la gente es la que impusieron hace siglos los reyes de Castilla y de León que, al parecer, ya entonces militaban en Podemos: “no es villano el de la villa, sino el que hace la villanía”.
Sobran, por tanto, esperpentos exhibicionistas en las gradas de la torre Eiffel, y falta un mínimo de seriedad. Si el atentado de París –un simple y vil asesinato perpetrado por tres yihadistas con bula–, va a solventarse con los envites medioambientales –suplantar víctimas por terroristas para hacer macramé o jardinería genética– que Rajoy adquirió y puso en práctica con los atentados del 11-M en Madrid, la conclusión está plagada de evidencias perversas: pobres víctimas, que los franceses se ciñan los machos, lamentable justicia, y lo más terrible de todo: detestable democracia en vísperas del siguiente funeral.