CRÍTICA: «UN TROZO INVISIBLE DE ESTE MUNDO»

Juan Diego Botto tomó el cielo en Gran Canaria

Estructurada en cinco monólogos, de los cuales Juan Diego Botto interpreta cuatro, la obra aborda el complejo drama de la inmigración, pero también el del exilio

Juan Diego Botto tomó el cielo en Gran Canaria ABC

NADIA JIMÉNEZ CASTRO

Poco importa si lo llaman teatro social o si lo tildan de teatro político... Por qué colocarle etiquetas a algo sencillamente inconmensurable, poner límites a lo infinito, que diría precisamente uno de los personajes interpretados de manera soberbia por Juan Diego Botto. Creada por él mismo y acompañado en la interpretación por Astrid Jones (desbordante en un papel que abarca a cuatro mujeres distintas), «Un trozo invisible de este mundo» es un brillante pedazo de cielo que nos regalan Juan Diego Botto y Sergio Peris-Mencheta en la dirección. No siempre los premios son el fiel reflejo de un justo reparto de protagonismos, pero esta producción merece, sin lugar a dudas, todos los Max recién recibidos y hasta el último de los galardones que aún le resten por obtener.

Estructurada en cinco monólogos, de los cuales Juan Diego Botto interpreta cuatro, la obra aborda el complejo drama de la inmigración, pero también el del exilio, porque la necesidad y la pobreza no son ya sólo conceptos económicos, sino que han mutado al ritmo de la condición humana, a golpe de su miseria, con cada apretón de desdén de esa mano que se deja de tender al otro.

«Un trozo invisible de este mundo» recibe al espectador con un escenario vivo, ya en marcha, seguramente con el ánimo de que todos nos adentremos de golpe en ese mundo, que es también el nuestro, pero al que todos hemos decidido darle la espalda casi de manera natural en el día a día, como algo que nos es totalmente ajeno aunque conviva con nosotros por todas partes. Y lo consigue. Ese caos de maletas apiladas en el suelo, a las que se suman otras más que no cesan de caer de la cinta rodante, como en un aeropuerto, pero éste no lleva a ninguna parte. Nos retrata el vacío de futuro de esas personas que son traídas o llevadas de un lado a otro y nos recuerda incluso a esos otros episodios de horror en la historia, donde las maletas amontonadas revelaban no sólo el final de un viaje para muchos, sino también el final de sus vidas.

En ese escenario nos aguarda el primero de los personajes magníficamente encarnados por Juan Diego Botto, un despreciable agente de aduanas que está convencido de su papel casi de salvador de la condición humana en la que, eso sí, debe regir un orden separador que asigna a cada cual su papel en la sociedad «civilizada», no apta para todos. Casi seductor pero insultantemente condescendiente y racista, claro, aunque este último término no aparezca en su vocabulario particular. De este modo, Juan Diego Botto nos presenta el argumento central que va a inspirar las cinco historias de esta obra, pero tras las cuales se esconden centenares, si no miles o millones de otros tantos pequeños relatos, de tantas y tantas vidas que, entrelazadas, penden del mismo hilo de la desigualdad y la necesidad.

Con un pequeño apagón tras el último silbato de llamada al orden, se mete en su piel originariamente argentina para presentarnos al inmigrante porteño (o no, quizá del interior, de la provincia de Rosario... ¡Vaya uno a saber!). Y de fondo suena un tango, mientras ese trabajador sin papeles llama por teléfono a su familia con desespero, desde un locutorio de Madrid, donde acumula tantas horas de trabajo como mentiras hasta formar un verdadero «arrollado de dulce de leche», en cuyo interior se perdió y del que ya no sabe cómo salir tras seis años ausente de su casa, mientras su hijo crece. Brotan las lágrimas por los recuerdos como mismo aflora el humor por la diversidad que alberga ese locutorio, donde una china grita o escupe en la cabina contigua.

Esa mezcla de emociones da paso a una Astrid Jones que no dejará indiferente a nadie, que aparece rodando en la misma cinta de maletas del principio, como un fardo más que apilar, en el que unas piernas nos descubren la presencia de un rostro que asoma al sueño de Europa. Es una mujer africana que le habla a su hijo de su gran amor por él, tanto como para dejarlo atrás en busca de ese sueño del que le habló su abuela. Y nos habla a través de ella, pero también por boca de la nigeriana de linda sonrisa que cubría su vientre con una bolsa de agua caliente, para así calmar el dolor de 15 hombres dentro de ella durante 13 horas al día, que no dudó en robarle todo lo ahorrado para su hijo. Pero también roba quien no lo necesita, como la blanca que finge contratarla como empleada de hogar y que jamás le pagó (acaso hay mayor pecado que robarle el jornal al obrero). Y sobre todo, nos habla de Samba Martine (personaje real inspirador de esta obra), que morirá de sida ante sus ojos y a la que, por miedo, negará la palabra en su lengua materna en el mismo centro de internamiento.

La interpretación de Jones es impactante, desgarradora y directa. Desnuda de todo elemento, se sirve tan sólo de un manto con el que se cubre y descubre de cien maneras diferentes para recrear situaciones y emociones. Resulta fantástica, perfectamente a la altura de Juan Diego Botto, que regresa con otros dos personajes, «Turquito» y su sobrino, ambos víctimas directa e indirecta de la represión de la dictadura militar argentina. El primero, mártir de la tortura junto a esos otros 30.000 desaparecidos, y el segundo, exilado por miedo a tanto terror (terrorismo de Estado, más bien), y resignado por fuerza a la ausencia de reparación, a la privación de justicia aunque sea ya tarde... Nunca lo es para el corazón. Juan Diego Botto se marca una reflexión brillante en el monólogo final sobre «el privilegio de ser perro» frente a tanta falta de humanidad, frente a tantos sueños rotos. Y el teatro en peso, sencillamente, arropa su llanto en pie en un aplauso también infinito.

Juan Diego Botto tomó el cielo en Gran Canaria

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