confieso que he pensado

Volar

El miedo siempre está ahí, agazapado, silente, esperando la mínima oportunidad para manifestarse

santiago díaz bravo

Volar es uno de los más importantes avances del ser humano. Durante miles de años, el hombre asistió, a modo de envidioso invitado, al espectáculo que brindan las aves batiendo sus alas. Y tales eran sus ansias de emular a esos maravilloso seres alados que la ciencia, porque el que la sigue y la persigue la consigue, finalmente posibilitó que cumpliera uno de sus grandes sueños: compartir los cielos con los pájaros. Con el paso del tiempo, tomar un avión se ha convertido en algo rutinario, en una experiencia en la mayoría de los casos tan repetida que ha llegado a perder lo que de impresionante tiene, que no es poco.

Pero, a pesar de todo, el miedo siempre está ahí, agazapado, silente, esperando la mínima oportunidad para manifestarse. Y nosotros tratamos de olvidarnos de él, de ningunearlo, especialmente los isleños, porque para un isleño un avión es la puerta al mundo, la vía más rápida para hacer frente a ese encantador aislamiento que provoca el océano.

Y precisamente por eso, el terrible incidente, que no accidente, ocurrido días pasados en los Alpes franceses nos afecta aún más que a los continentales, porque para nosotros el avión es un apéndice directamente vinculado a nuestra existencia. Cada vez que ocurre algún hecho susceptible de ser lamentado en el ámbito de la aviación, nos percatamos de que buena parte de nuestros sueños, de las cosas que nos gustan, pero también de las que necesitamos, dependen de una máquina que en ocasiones falla. Por no hablar de nuestra economía, tan vinculada a esos gigantescos aparatos que sin ellos, probablemente, nos muriésemos de hambre.

Y nos consolamos recurriendo una vez más a esas estadísticas que no hacen sino confirmar la seguridad de los cielos, pero la preocupación, cuando no la angustia, permanece latente, porque una isla es un paraíso de la misma forma que pude tornarse en una prisión.

A fin de cuentas, pensamos, es una máquina, y las máquinas no son buenas ni malas. No pueden tomar decisiones. En ocasiones, sencillamente, por el motivo que sea, fallan. Y eso, qué remedio, hay que aceptarlo. Y a veces también yerran los humanos que manejan esas máquinas, porque son humanos, valga la redundancia, y la perfección no cabe en nuestra existencia.

Pero con lo que no contábamos, lo que ha terminado de materializar esos temores que se han convertido en nuestros compañeros de viaje, es con la maldad, o la locura, o lo que fuere. Con ese plan premeditado, espantoso, horripilante, de acabar con la vida de decenas de personas de una forma tan fría y cruel. Andreas Lubitz ha pasado a formar parte de nuestros miedos. A partir de ahora temeremos coincidir con él cada vez que nos subamos a un avión.

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