Arturo Querejeta se hace con el mercado del Cuyás

El actor es el protagonista absoluto de la eterna comedia dramática «El Mercader de Venecia», de William Shakespeare

Arturo Querejeta se hace con el mercado del Cuyás abc

nadia jiménez

Arturo Querejeta es el protagonista absoluto de la eterna comedia dramática de Shakespeare, ‘El mercader de Venecia’. Y lo es por derecho y por conquista, pues retrata fielmente al personaje que serpentea por usura y por venganza entre los callejones de la Venecia del siglo XVI, movido por esa mezquindad del apego a lo material que, en realidad, es contraria a cualquier religión o credo, pero que la tradición literaria adjudica a aquellos a quienes la historia confirma también ‘ladinos’ en ese papel, más por su sagacidad comercial que por ser minoría religiosa. El éxito despierta tanta envidia como ira. Así ha sido en el tiempo y siempre será así, inherente a la naturaleza humana que mira hacia atrás por encima de su hombro antes de dar un solo paso adelante.

Querejeta es el judío de ayer, el que hacía sonar sus monedas como símbolo de su honra, el que usaba la sordidez de su avaricia para defenderse de la sociedad que lo señalaba. Sin embargo, no nos olvidemos de esa sociedad que le apuntaba con el dedo y lo encerraba cada noche... En la Venecia medieval existió el primer gueto judío, cuyas puertas eran cerradas a cal y canto con un candado al acabar el día, puesto que las leyes venecianas les permitían ocuparse de los negocios de la Laguna pero los confinaba tras el puente que hoy conduce al Cannaregio. (En realidad, esas mismas leyes sólo les permitían ser comerciantes de telas, prestamistas o médicos). Pero Querejeta también podría ser el judío de hoy, el que en el corazón de Ámsterdam vende holgadamente los diamantes que otros hacen llegar sin pudor a sus manos para luego criticarlo. En el camino, cuántos no son los que han pagado el precio y cuántos los que se han vendido por él...

Es esa sociedad de la hipocresía que tan bien supo retratar siempre Shakespeare, que jalea y participa de las deshonras del individuo pero que jamás se sienta en el banquillo de los acusados, que se beneficia del enaltecimiento de la vileza mientras dura el ruido, pero que luego aplaude su caída una vez que ha llegado el relevo. Ahora bien, si en ‘Otelo’ el dramaturgo inglés de todos los tiempos apostaba por humanizar a su personaje en esa dicotomía de verdugo/víctima (un moro entre cristianos que mercadean dentro y fuera de la corte veneciana esparciendo el certero veneno de las palabras), en ‘El mercader de Venecia’ no apuesta por salvar al judío Shylock, al que sombrea como lo más abyecto de una sociedad que es, en realidad, cómplice de su medio de vida. El viejo y cicatero Shylock practica la deleznable usura conforme a la ley del Duce veneciano, hasta el punto que sus códigos permiten cobrarse una deuda ‘en carnes’, literalmente... Una libra de carne del deudor por 3.000 ducados en 3 meses, eso sí, sin derramar una gota de su sangre.

Pero quién es más usurero, el que dicta la ley y la ampara, el que la acata y sella el acuerdo, o el que pretende cobrarse así la deuda sin clemencia... Noviembre Compañía de Teatro vuelve a bordar los clásicos de William Shakespeare bajo la dirección de Eduardo Vasco, con esa puesta en escena pulcra donde reina la palabra movida por la condición humana. Con sólo tres elementos básicos sobre el escenario, el piano en directo de Jorge Bedoya, la proyección de la laguna que se insinúa en imágenes, y un largo banco de madera en el que aguardan sentados los personajes al fondo de la escena, y que será usado como coreografía de una vara de medir que giran según en manos de quien caiga, el joven y arruinado Bassanio que pretende a la rica heredera Porcia, junto a su generoso amigo Antonio, cuya carne le servirá de aval al avaro judío Shilock, trenzarán este drama humano que, sólo en escena, puede ser resuelto con el enredo de una comedia.

De nuevo, Noviembre Compañía de Teatro resuelve brillantemente la atemporalidad de la acción Shakesperiana con la fuerza de la presencia de sus actores, que dan protagonismo a la palabra por encima de todo lo demás, que exprimen la esencia de esa acción casi cercando al público, como al mercader judío, sin que uno y otro pierdan detalle. “Estoy cansado de mi tristeza”, clama Antonio al inicio de la obra ante su inminente ruina, pero será el judío Shylock el que, al final, arroje la balanza de la justicia al suelo ante su certera quiebra, moral y mercantil.

Arturo Querejeta se hace con el mercado del Cuyás

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